La idea fundamental de la profetología chiita por Henry Corbin

lunes, febrero 19, 2018



En esta breve charla me es imposible ofrecer una visión histórica del chiismo, más aún cuanto que, a diferencia de los heresiógrafos sunnitas, pienso que el chiismo imamita nació en vida del Profeta. Es lo que atestigua el compagnonnage de aquel que fue a la vez su primo y su familiar más íntimo, 'Alî ibn Abî-Tâlib, el I Imam.

Éste afirmó más tarde con vehemencia que ni un solo versículo del Corán había sido revelado sin que el Profeta se lo hiciera, primero, escribir con su propia mano y, después, recitarlo para enseñarle a continuación el tafsîr (la explicación literal) y el ta'wîl (la exégesis del sentido espiritual). El chiismo imamita considera que el legado de este compagnonnage sagrado fue rechazado desde el último suspiro del Profeta, y que el islam sunnita mayoritario se ha embarcado desde entonces en la vía que ha hecho de él aquello en lo que históricamente se ha convertido.

Para comprender la idea fundamental del chiismo imamita, lo mejor es partir de lo que tienen en común aquellos que el Corán designa como los Ahl al-Kitâb, es decir, las comunidades del Libro, y que son las tres grandes ramas de la comunidad abrahámica. Lo que estas tres comunidades tienen en común es la posesión de un Libro santo revelado a un profeta y que les ha sido enseñado por ese profeta. El asunto fundamental sigue siendo comprender y hacer comprender (es esto lo que designa la palabra "hermenéutica") el sentido verdadero de ese Libro. Para el imamismo, a ejemplo de cualquier otra gnosis, ese sentido verdadero es el sentido espiritual. Comprenderlo exige un cierto modo de ser. De entrada, el fenómeno del Libro santo plantea una exigencia que pone en cuestión el modo de ser del hombre, y las tres comunidades del Libro se han encontrado sucesivamente ante la misma dificultad que superar.

Esta dificultad consiste en que la gesta de los personajes relatada en el Libro santo debe de tener un sentido diferente del que tendría si figurara simplemente en un libro profano. El V Imam de los chiitas, Mohammad Bâqir (115/733), formuló la situación en términos que habrían podido aceptar todos los buscadores del sentido espiritual de la Biblia. "Si la revelación del Corán -dijo- no tuviera sentido más que para el hombre o el grupo de hombres a los que unos u otros versículos fueron revelados, todo el Libro santo estaría ya muerto desde hace mucho tiempo. ¡Pero no! El Libro santo nunca muere. El sentido de sus versículos se cumplirá en los hombres del futuro como se cumplió en los del pasado. Y así será hasta el Último Día". El Imam desbarataba así por anticipado las trampas del historicismo a las que tanto han sucumbido en Occidente.

Ahora bien, ese sentido que no cesa de cumplirse de edad en edad, que determina un plano de permanencia transhistórico, es el sentido oculto, interior, esotérico, en el sentido etimológico del término. La intelligentia spiritualis que postula la percepción de ese sentido espiritual permanente y siempre nuevo determina en el hombre una forma de temporalidad propia que no es ya la temporalidad empírica cronológica, que sitúa y fija el acontecimiento en el pasado. El acontecimiento es siempre inminente. Algunos de nuestros pensadores chiitas han hablado de un tiempo sutil (latif), incluso hipersutil (altaf), de un tiempo interior del microcosmos (zamân anfosî), el tiempo del Malakût que es el mundo sutil del alma. Ese sentido esotérico hacia el que apunta la hermenéutica chiita presenta una estructura más orgánica que el esquema de los cuatro sentidos tradicionales de nuestra exégesis medieval. En efecto, ese sentido interior concierne a la imamología misma en sus relaciones todavía no desveladas con la cosmogonía, la antropogonía, la escatología, etc. En cada nivel hermenéutico tenemos a la vez un contenido esotérico (bâtin) que descubrir y un ta'wîl que realizar. Es a esto a lo que invita un célebre hadîth del Profeta, que habla de las siete, e incluso de las setenta, profundidades esotéricas del Corán. El ta'wîl consiste en reconducir una cosa a su principio o arquetipo. Implica pues la idea de una marcha ascendente, anagógica. Como tal, la hermenéutica es una anáfora (el acto de subir). Se tiene así, a partir del dato literal aparente (zâhir), una anáfora de esa apariencia y un esotérico de ese exotérico. Se tiene luego un esotérico de la anáfora y una anáfora de lo esotérico, para desembocar finalmente en lo esotérico de lo esotérico (bâtin al'-bâtin). Por desgracia, no tengo tiempo para ofrecer ejemplos de esta hermenéutica ascendente que, como filósofo, estimo de un interés apasionante.

Debo limitarme a recordar este axioma de la profetología: la misión del profeta está enfocada únicamente a lo exotérico, al descenso (tanzîl) de la Revelación literal. Lo que está enfocado a lo esotérico es precisamente la misión del Imam, el Imamato, en virtud del carisma que designa la palabra walâyat (dilección o predilección divina), término cuyo alcance vamos a tratar de ver. La antropología profética nos hace comprender la repartición de esa doble misión. Se puede representar el modo de ser del profeta mediante tres círculos concéntricos. El círculo central representa la walâyat, ese carisma de predilección divina que ab initio sacraliza a la persona del profeta, haciendo de él un walî, un Amigo de Dios, un Próximo a Dios. El segundo círculo que encierra a ese círculo central representa la nobowwat, la vocación y la misión profética. El círculo exterior representa la risâlat, la misión del rasûl, el profeta enviado como encargado de revelar un nuevo Libro, una nueva Ley religiosa.

Este esquema permite comprender de entrada por qué tantas tradiciones chiitas repiten que la walâyat es lo esotérico de la profecía. La misión profética, cualquiera que sea, se sobreañade a la walâyat, y es siempre temporal, mientras que la walâyat es perpetua. En principio, todo nabî es, necesariamente, un walî, pero no todo walî es necesariamente un nabî. La risalât es como la corteza; la nobowwat es como la almendra; la walâyat es como el aceite que la almendra contiene. De ahí la afirmación de la preeminencia de la walâyat sobre la misión profética. Según como se entienda lo que representa en la persona del profeta el círculo central en relación al círculo exterior, se podrá mantener la superioridad del profeta sobre el Imam. Pero si se considera pura y simplemente la superioridad de la walâyat como tal sobre la misión profética que la presupone, entonces se manifestará la tendencia siempre latente a afirmar la superioridad del Imam sobre el profeta. El chiismo imamita, así como el ismailismo fatímida, se han esforzado en no ceder a esta tendencia y mantener el equilibrio entre lo exotérico y lo esotérico. En cambio, la idea de la superioridad del Imam sobre el profeta triunfa con el ismailismo reformado de Alamut, triunfo que marca la ruptura del equilibrio en beneficio de lo esotérico.
Esta antropología justifica por sí misma las categorías de profetas, división basada en una gnoseología profética. Según una larga tradición que se remonta al VI Imam, Ja'far Sâdiq (765), está el nabî sin más, investido de una profecía de alguna manera intransitiva. Está el nabî que tiene la visión del Ángel que le inspira, pero solamente en sueños. Estas dos categorías concuerdan con los que serán designados más tarde Awliyâ, "Amigos de Dios" (Dustân-e Khodâ en persa), cuando, a partir del Islam, no se pueda emplear ya el término nabî. Éstas incluyen, como la walâyat, la idea de una profecía secreta, esotérica (nobowwat bâtina). Está también el nabî-morsal, enviado a una comunidad, a una ciudad, a un pueblo, pero sin aportar una nueva sharî'at. Éste puede tener la visión del Ángel incluso en estado de vigilia. Los textos ponen como ejemplo el caso de Jonás y de todos los profetas de Israel que vivieron bajo la ley de Moisés. Está finalmente el nabî rasûl, que es enviado para revelar a los hombres un nuevo Libro, una nueva sharî'at. En este caso, la misión profética toma el nombre técnico de "profecía legisladora".

Y es de este teologumenon de donde veremos surgir la idea de un ciclo que se sitúa en la prolongación de la profetología judeocristiana del Verus Propheta. Los teólogos chiitas hablan en general de seis grandes profetas que han marcado los períodos del ciclo de la profecía. Son el propio Adán, como protoprofeta, Noé, Abraham, Moisés, Jesús y Mohammad, que es el "Sello de los Profetas". Algunos añaden el nombre de David, porque consideran su salterio como un libro aparte. Evoquemos rápidamente de paso la profética judeo-cristiana entre los ebonitas, la "hebdómada del Misterio", los siete que fueron la manifestación de un Christus aeternus: Enoc, Noé, Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, Jesús. Son los siete pilares del mundo, los siete pastores, y si se cuenta al Adán-Cristo del que son manifestación, los ocho Cristos de entre los hombres (octo Christos hominum, en San Jerónimo), mencionados por el profeta Miqueas. Por su parte, el maniqueísmo profesa una sucesión análoga, incorporando figuras extrañas al profetismo semítico: Adán, Set, Noé, Jesús, Buda, Zoroastro y Mani.

No puedo ceder aquí a la tentación comparativa; tenemos que concentrarnos en la manera en que la figura del Imam surgió del esquema de la profetología chiita. El ciclo profético está cerrado. Mohammad fue el lugar de reposo del Verus Propheta. 
Pero ni el chiismo duodecimano ni el ismailí pueden aceptar pura y simplemente esta clausura que sienten como un drama para la humanidad. Pues todo el mundo está de acuerdo en la necesidad de los profetas. ¿Qué puede suceder si ha venido ya el último profeta? El profeta no es alguien que predice el futuro, sino el inspirado que profiere el verbo de lo invisible, el ser sobrehumano al que la inspiración divina instaura como mediador entre la divinidad incognoscible y la ignorancia o la impotencia de los hombres. Por su mediación el Deus absconditus deviene Deus revelatus. La idea chiita, surgida, lo acabo de señalar, en vida misma del Profeta, subraya el aspecto trágico de la situación. Si desde siempre la humanidad ha tenido necesidad de profetas para sobrevivir a su destino, ¿qué puede suceder si ya no hay profeta que esperar, si no queda nada que aguardar? Consecuentemente, el Libro que fue revelado desde el Cielo al último Profeta no es un libro como los demás, cuyo significado se limite a la literalidad aparente. Citaba hace un momento a este respecto unas palabras decisivas del V Imam. Pero no se explora ni se reconstruyen las profundidades ocultas del Verbo divino con ayuda de silogismos. El conocimiento no puede ser transmitido más que por "aquellos que saben". Sólo con esta condición podrá ir amplificándose siempre. En resumen, la realidad integral de la Revelación coránica, que implica a la vez lo exotérico y lo esotérico, supone un "Mantenedor del Libro" (Qayyim al-Qorân).

Este "Mantenedor del Libro", este guía que conduce al sentido espiritual del Libro y que lo mantiene vivo hasta el Último Día, es el Imam (en el sentido chiita de la palabra, que no se debe confundir con el imam que se ocupa de una mezquita). El Imam es el sucesor del Profeta que sacraliza el carisma de la walâyat, que, como ya hemos dicho, es lo esotérico de la profecía: es al-amr al-bâtina, la res esoterica, y tocamos aquí lo que constituye la diferencia radical con respecto al islam sunnita. La palabra walâyat significa propiamente "dilección", "amistad" (el persa dûstî). Se empareja con mucha frecuencia con la palabra mahabbat, que significa igualmente "amistad", "amor". Juntos, los dos términos dan al imamismo el sentido de una religión de amor. El walî, el Amigo investido con la walâyat, debe ser comprendido a la vez en el sentido activo y en el sentido pasivo de la palabra. Es aquel que ama y que es amado. Cuando se habla de la walâyat de los imames se designa el amor, la predilección de que son objeto por parte de Dios. Desde la perspectiva de sus fieles, el término los designa en tanto que polarizan la devoción de amor de dichos fieles. La walâyat hacia el Imam es una participación en la walâyat divina de la que el Imam es eternamente objeto (todos participan así de la cualificación de Amigos de Dios. Señalemos de paso que esta denominación se encuentra también entre los místicos de la escuela renana en el siglo XIV (los Gottesfreunde). Su fundamento metafísico se nos mostrará enseguida; como tal, la walâyat del Imam se reviste entonces de un sentido y de una función cósmicas que la diferencian de su acepción corriente en el sufismo, donde la palabra se vocaliza en general como wilâyat y se refiere a los estados subjetivos del místico. Pero es inadecuado traducir la palabra walî, plural awliyâ, por el término "santos", como se hace con demasiada frecuencia.

En resumen, el Imam es para la comunidad imamita lo que es el corazón para el microcosmos humano, no el órgano de carne, por supuesto, sino lo que nuestros autores designan como el cuerpo sutil de luz que es la morada permanente del alma, el trono en que ésta se instala. El corazón es en el microcosmos el jefe y el Imam de las facultades de percepción espiritual. 

De ahí que haya un intercambio perpetuo entre lo que los pensadores chiitas afirman respecto del papel del Imam en la comunidad y respecto de lo que sucede en el interior de cada individualidad espiritual. Es ahí, en el nivel de esa interiorización, donde comprendemos cómo el Imam es el iluminador, aquel que salva alumbrando en el corazón del hombre la llama del conocimiento perfecto, lo mismo que Cristo en la profetología judeocristiana.

Vemos así la diferencia radical respecto de la concepción sunnita del califato. Aunque el sunnismo emplee el término "imam", se trata únicamente de la persona de un jefe temporal como principio del orden social y político; su función está enfocada esencialmente a la consideración de las cosas temporales y las necesidades sociales. Por lo que no es en absoluto necesario que sea, como exige el concepto chiita del Imam, un "impecable", un "inmaculado" (el término ma'sûm es el equivalente perfecto del ânamârtêtos de la profetología judeocristiana). La existencia del imam en el sentido sunnita no se impone de forma necesaria, y, en definitiva, puede ser objeto de una elección expresada en un consenso. En cambio, la idea chiita inviste al Imam de una dignidad sacra y de una función metafísica. La idea de que el Imam pueda ser elegido por los hombres sería tan ridícula como la idea de que se pueda elegir a un profeta. El carisma no depende de la elección de los hombres. Incluso reducido a la clandestinidad, incluso en la invisibilidad (como actualmente el XII Imam), el Imam sigue siendo el Imam. Como "Mantenedor del Libro", está investido de una ciencia divinamente inspirada. El Corán es el Imam silencioso. El Imam es el Corán que habla, el Verbo interior que enuncia el sentido secreto del Libro en el corazón de su fiel.

Demos pues un paso más en compañía de nuestros pensadores chiitas, Mollâ Sadrâ Shîrâzî, Qâzî Sa'îd Qommî, hasta el siglo XVII. Porque ellos no separaron jamás la investigación filosófica y la meditación teológica, porque para ellos el Ángel del conocimiento es el mismo que el Ángel de la revelación, el Ángel que inspira tanto a los profetas como a los filósofos (situación que tal vez nosotros hemos olvidado desde hace mucho tiempo en Occidente), nuestros pensadores chiitas han sabido clarificar el fundamento metafísico de la profetología y de la imamología. Ya las tradiciones (los hadîth) que se remontan a los Imames enuncian explícitamente la idea de una "Luz mohammadí" creada primordialmente. La idea se amplificará en la de una "Realidad profética eterna", que connota, ciertamente, la idea de un Logos divino, pero, dicho con mayor exactitud, la idea de un pleroma divino constituido eternamente por Catorce entidades de luz, cuyas manifestaciones teofánicas, pero no su encarnación, son las personas terrenales de los "Catorce Inmaculados". Por la idea de esta Luz se constituye lo que en la teología chiita corresponde al Verus Propheta de la profetología judeocristiana, pero, simultáneamente, en virtud de la percepción chiita original de las cosas, esa idea une indisociablemente la profetología y la imamología y, por tanto, lo exotérico y lo esotérico. Es esta unión indisociable la que determina que el chiismo sea la gnosis islámica por excelencia, hasta el punto que en las demás regiones no chiitas de esta misma gnosis se tiene la impresión de una imamología que ya no se atreve a decir su nombre.

Fuente: Henry Corbin, El Imam oculto, editorial Losada, Madrid, España, primera edición, 2005, páginas 13 a 18.

Te podría interesar

0 comentarios

No se permite bajo ningún criterio el lenguaje ofensivo, comente con responsabilidad.

Lo más leído

Like us on Facebook

Contacto Cultural