Sobre los orígenes del dicho «De la Ceca a la Meca» por Francisco Pérez de Antón
miércoles, mayo 16, 2018
La incorporación del árabe al castellano fue léxica, no
sintáctica, y el número de voces que se sumaron a nuestra lengua pasan de
cuatro mil. Algunas son fáciles de detectar , como las que, dándoselas de lingüista,
menciona don Quijote. Y si algunas como olé y ojalá, relacionadas ambas con
Alá, tienen una fonética diferente, se debe al peculiar acento que los
cristianos de la España musulmana, los mozárabes, imprimieron a la lengua del
Profeta.
La palabra ceca, por tanto, bien podría ser una variante de zaka,
cuarta columna del Islam y que significa limosna. Los otros cuatro pilares son
la profesión de fe, orar cinco veces al día, ayunar durante Ramadán y
peregrinar una vez en la vida a la Meca. Zaka y Meca, por lo tanto, limosna y
peregrinación, debieron de ser palabras frecuentes en boca del musulmán, las
cuales, algún cristiano chistoso dispuso unir para darles el sentido que hoy le
damos.
Pero hay otro posible origen de la frase, menos obvio que el
anterior, que derivaría del hecho de que la palabra ceca fuese un nombre
propio. En tal caso, ¿era la Ceca una ciudad o un lugar geográfico? ¿Era acaso
una persona?
Allá por el siglo X de nuestra era, el emirato hispánico de
al-Andalus, hoy Andalucía, se situaba en el cuerno izquierdo de una media luna
que abarcaba el Norte de África y se extendía hasta Bagdad, sede del califato o
máxima autoridad del creyente. El emirato había sido fundado por un miembro de
la dinastía de los Omeyas, huido de Bagdad tras la matanza de su familia por
otra rival, los Abasidas. En el término de dos siglos, los Omeyas lograron
construir en al-Andalus un mundo solo comparable al de las mil y una noches del
que era capital la bellísima ciudad de Córdoba. Con medio millón de habitantes,
más de ochenta mil comercios y talleres, culta y a la vez opulenta, ninguna
ciudad del Occidente cristiano podía compararse al refinado emporio que se
alzaba a orillas del Guadalquivir, y donde científicos, filósofos y poetas se
daban cita bajo el mecenazgo y la protección de los Omeyas.
Cuando Abd al-Rahman III llega al poder, en pleno esplendor
de al-Andalus, toma el nombre de califa o Príncipe de los Creyentes y dispone
separarse de la tutela religiosa de Bagdad. El cuerno izquierdo de la media
luna había decidido situarse a la misma altura de su cuerno derecho y
proclamarse centro supremo del Islam.
Hasta entonces, la plata y el oro cordobeses eran acuñados
en casas privadas que recibían el nombre de «cecas», pero el nuevo califa
dispone monopolizar en la suya la acuñación de ambos metales preciosos.
Por razones religiosas y políticas, Abd al-Rahman III
emprende también un conjunto de obras públicas, entre ellas una soberbia
mezquita de veinte mil metros cuadrados a la que sólo supera en tamaño la de la
Kaaba, en la Meca. Y en las cercanías de Córdoba erige una ciudad fabulosa,
administrativa y palaciega, especie de Brasilia medieval que pasaría a la
historia con el nombre de Medina Azahara. Protegida por doce mil soldados,
adornada por seis mil huríes y poblada por un ejército de burócratas , Medina
Azahara será también el lugar donde Abd al-Rahman III guarde sus tesoros y
construya la ceca de su imperio.
El califato había alcanzado su ápice. El cisma con el
oriente musulmán era un hecho consumado. Y si del lado de Oriente se alzaba la
Meca, cuna del Islam, en Córdoba, además de una mezquita comparable, estaba la
Ceca, es decir, el centro de la abundancia y los metales preciosos.
Esto admitido, «ir de la Ceca a la Meca» encerraría un
sentido que desborda el que le damos comúnmente y le daba también Sancho:
correr de un lado para otro. Me refiero a ese camino de perfección que supone
ir desde la Ceca mundana a la Meca del espíritu. Prueba de ello es que la
peregrinación a la ciudad santa del Islam exige al creyente despojarse de todo
bien material para entrar limpio y sin más ropa que dos piezas de tela sin
coser en la Kaaba, la morada de Alá, el recinto del alma.
Al decir esto estoy consciente de que se trata de una
conclusión provisional que debe tomarse con muchas reservas, pero yo quiero
creer que el dicho va más allá de ese juego de palabras nacido de la cercanía
fonética entre zaka, ceca y meca.
Fuente:
Chapinismos del Quijote, editorial Santillana S.A., Ciudad
de Guatemala, 2005, páginas 87 a 90.
Autor: Francisco Pérez de Antón
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