Fátima, la hija del Profeta y la Tierra celeste por Henry Corbin

lunes, agosto 25, 2014


Cualquier persona que esté mínimamente familiarizada con el órgano sabe qué es lo que se conoce como "juegos de mutación". Son armonías que permiten que cada nota "haga hablar" simultáneamente a varios tubos de longitud diferente; de este modo, además del sonido principal, se percibe un determinado número de armónicos. Entre los registros dominantes, la progressio harmonica designa una ejecución que permite oír más armónicos a medida que se avanza hacia el agudo hasta que, a partir de una altura determinada, resuena además el sonido fundamental.

Al mencionar esto, de paso y sin ninguna pretensión técnica, lo hacemos con una intención muy determinada. Nos parece que se produce un fenómeno muy elocuente, que nos permite expresar con mayor claridad el sentido en el que hay que entender el subtítulo que hemos dado a este libro: "Del Irán mazdeísta al Irán chiíta". A través del nexo existente entre el antiguo Irán mazdeísta y el Irán chiíta, en el que estudiaremos con mayor profundidad la escuela espiritual que desde finales del siglo XVIII dio un nuevo impulso en el Islam iraní a la gnosis chiíta tradicional, se produce un fenómeno similar a la progressio harmonica. Cuanto más "ascendemos", más armónicos escuchamos, hasta que terminamos oyendo el fundamental, el que ha dado el tono al capítulo anterior.
De este modo, la analogía que proponemos puede ayudarnos a comprender determinadas peculiaridades de la historia espiritual de Irán. La filosofía, del Islam iraní, chiíta o no, se ha estudiado tan poco hasta ahora en Occidente que tanto los especialistas en el antiguo Irán como los especialistas de la filosofía islámica como tal parecen a veces sorprendidos, cuando no irritados, si se les enseña una conexión que no estaba prevista en el programa. Hay muy pocos iraníes cultos, por otra parte, que permanezcan insensibles a esta conexión. Para lograr aquí una representación adecuada, es probable que debamos renunciar a alguno de nuestros métodos habituales, que sólo tienen en cuenta la historia externa, y la consideran con la perspectiva de grandes corrientes que hay que determinar, influencias que hay que deducir, o explicaciones causales preocupadas esencialmente por reducir todo a lo mismo. Si un fenómeno se resiste a esta reducción a lo idéntico por vía causal, si se rebela a la etiqueta elaborada de antemano, enseguida se nos acusará de dejarnos llevar por algo falso. Esto es lo que ha hecho excepcionalmente difícil el tratar los hechos espirituales como tales, sobre todo los acaecidos en Irán, porque los hechos espirituales como tales son discontinuos e irreductibles; no tienen lugar en un tiempo homogéneo; cada uno de ellos es su propio tiempo.
Aquí vamos a considerar brevemente dos de estos "tiempos". Por una parte, el "tiempo" de Suhrawardī, cuya obra pertenece cronológicamente a nuestro siglo XII. El autor lleva a cabo el proyecto de resucitar en el Islam la sabiduría, la teosofía, de la antigua Persia. El tema del Xvarnah, la Luz-de-Gloria, y la angelología mazdeísta a través de la cual interpreta las Ideas platónicas, domina su horizonte metafísico. Nos ocuparemos por otra parte del "tiempo" chiíta, determinado cualitativamente por la Idea del Imam oculto y de su parusía. Esta idea resuena como el armónico de un sonido fundamental percibido ya en la idea zoroástrica del Salvador escatológico o Saoshyant, aunque ni Suhrawardī ni los chiítas son zoroástricos. Son, y pretenden ser, la religión oficial y mayoritaria en el Islam, en un Islam espiritual, por supuesto, que se aleja profundamente del Islam legalista. Si nos atenemos a la historia positiva de las cosas externas, sin llevar a cabo la reducción fenomenológica, ¿cómo podríamos autentificar como "histórico" un fenómeno que diera valor o impulsara, en un mundo determinado, ciertas percepciones adquiridas por un mundo ajeno, incluso heterogéneo, a éste? A menudo se habla de sincretismo, de conciliación dialéctica, de transposición artificial. Y con eso ya está dicho todo.
En realidad, nuestros Espirituales no realizan ningún sincretismo, como tampoco tienen que pretender llevar a cabo ninguna conciliación dialéctica, porque disponen de un modo de percepción distinto al que nos ha reducido nuestra conciencia histórica unidimensional. Disponen, en primer lugar, de un mundo con distintos niveles, y es precisamente uno de estos niveles el que intentamos presentar y situar en este libro. A lo largo de estas páginas volveremos a encontrar esta expresión de uno de nuestros autores: "Ver o percibir las cosas en Hūrqalyā". En esta frase hay una alusión a la activación de la facultad de percepción adecuada, esa de la que, en segundo lugar, disponen nuestros Espirituales. Esta activación es la que se designa a través del término técnico de ta'wīl, que etimológicamente quiere decir "devolver" los datos a su origen, a su arquetipo, a su donante. Para eso hay que rescatarlos de cada uno de los niveles o planos a los que tuvieron que "descender" para llegar al modo de ser que corresponde al nivel de evidencia de nuestra consciencia común. Esta operación debe conseguir equiparar unos niveles con otros.
De ahí que el ta’wīl por excelencia sea la hermenéutica de los símbolos, la ex-égesis, el sacar a luz los sentidos espirituales ocultos. Sin el ta’wīl no existiría ni la "teosofía oriental" de Suhrawardī ni, de manera más general, ese fenómeno espiritual que transfigura el sentido del Islam: la gnosis chiíta. Y, recíprocamente, sin el mundo de Hūrqalyā que estudiamos aquí, es decir, sin el mundus imaginalis, el mundo de las Formas imaginales en el que actúa la percepción imaginativa, capaz de comprender el sentido oculto porque es capaz de transformar en símbolos los datos materiales, en definitiva, sin la "historia imaginal" cuyos acontecimientos se desarrollan en Hūrqalyā, no sería posible el ta’wīl. El ta’wīl implica la superposición de mundos e intermundos, como base correlativa de la diversidad de sentidos de un mismo texto.
Es evidente que en Occidente se conoce esta "técnica", que enseguida degeneró en técnica artificial, pero por razones ajenas a su propia naturaleza, y que falseaban su uso, tanto porque estaba alejada de la teosofía de la que es correlativa, como porque se vio privada de su espontaneidad por la autoridad de un magisterio externo. En la actualidad, filólogos e historiadores la consideran algo artificial y desdeñable, cuando no insoportable. No creo que haya que discutirlo para tratar de convencer a unos y otros.
Aunque en Occidente haya ocurrido como ha ocurrido, lo cierto es que su uso en la teosofía islámica (la ḥikmah ilāhiyya) ha seguido disponiendo de medios muy distintos, y se ha desarrollado con toda espontaneidad. Si no comprendemos sus resortes, es incomprensible todo el conjunto de hechos espirituales que se desprenden de ella. El ta’wīl es, en definitiva, una percepción armónica: oír un mismo sonido (una misma aleya, un mismo hadiz, e incluso todo un contexto) a distintas alturas. Se escucha o no se escucha, pero no se puede hacer oír a quien no puede oír por sí mismo lo que es capaz de escuchar quien posee ese oído interior (el oído "hūrqalyāno"). En armonía, el secreto de toda progresión de acordes depende del ta’wīl de un acorde determinado.
Más adelante podremos leer algunas páginas de Suhrawardī, el joven maestro que murió mártir a la edad de treinta y seis años (587/1191), conocido desde entonces porque su gran preocupación fue el renacimiento de la antigua sabiduría iraní, como el "maestro de la teosofía oriental" (šayj al-Išrāq). Ya hemos pronunciado aquí su nombre anteriormente, y volveremos a hacerlo de nuevo, dado que su obra es clave para nuestro tema de la "Tierra celeste". En este contexto nuestra intención se limita a llamar la atención sobre algunas páginas de su obra más importante, ésas que mencionan expresamente, bajo el nombre que le otorga tradicionalmente la hierosofía mazdeísta, el rango y la función del Arcángel femenino de la Tierra: Spenta Armaiti, cuyo nombre, en iraní medio o pahlevi, evoluciona a Spandarmat, para llegar a Isfandārmuz en persa actual. El capítulo anterior nos ha mostrado cómo se organizaba en torno a él la constelación de los demás Ángeles de la Tierra.
En la doctrina de Suhrawardī, el esquema de los universos espirituales se presenta a grandes rasgos del siguiente modo: desde la primera Luz "victoriosa" (qāhir) existe el primer Arcángel surgido de la Luz de las Luces, conocido bajo su nombre mazdeísta tradicional, Bahman (Vohu-Manah), un pleroma de innumerables seres de luz, puras Luces inteligibles sin relación con ningún cuerpo material: es el mundo del Ŷabarūt. De él emana otro pleroma de sustancias de luz, algunas de las cuales tienen que asumir una providencia respecto a la especie material que constituye su "teurgia", y las demás tienen que desempeñar la función de Almas que animan de forma durarera o momentánea un cuerpo material. Las primeras son los Ángeles-arquetipos o Ángeles de las especies, entre los que podemos destacar los Amahraspands zoroástricos; Suhrawardī interpretará las Ideas platónicas bajo la óptica de esta angelología. Las segundas son las Almas de las Esferas (Angeli caelestes) y las almas humanas. El conjunto de estas dos categorías constituye el mundo del Malakūt, y la Tierra del Malakūt es la Tierra celeste de Hūrqalyā.
Entre los Ángeles de las especies se encuentra Isfandārmuz. Hay un rasgo muy significativo que ofrece una información segura: Suhrawardī emplea a su vez el antiguo término iraní característico, mediante el cual, como ya hemos visto, el Avesta designaba ya la función de Spenta Armaiti, es decir, la kadbānū'iyya, la función de "dueña de la casa". Como Ángel de la Tierra, Isfandārmuz asume especialmente la providencia de los reinos naturales en los que predomina el elemento telúrico, ya que la Tierra es la "teurgia" de su Ángel.
La Tierra es "la que recibe"; como receptáculo de los influjos y efectos de las Esferas celestes, asume el papel femenino respecto al masculino. Éste es uno de los temas que desarrollará, en sus clases impartidas en Shiraz, el profundo comentarista de Suhrawardī, Ṣadr al-Dīn Sīrāzī (Mullā Ṣadrā, muerto en 1640, véase II.I, VI y IX, en esta edición). Entre la Tierra terrenal y las demás Formas que son objeto de percepción sensible existe, por una parte, una relación similar a la existente, por otra parte, entre la Tierra ideal, es decir, el Ángel de la Tierra y las demás sustancias separadas o Ángeles de las especies. No se trata en absoluto de hablar de "pasividades" (infi'ālāt) en el mundo de los Inteligibles; la feminidad del Ángel de la Tierra consiste en que "es quien recibe", en quien se manifiestan la multitud de efectos e influencias de las "Inteligencias activas" querubínicas, de acuerdo con una gradación ontológica y una estructura inteligible, del mismo modo que, sobre esta Tierra, los efectos de los cuerpos celestes cuyos motores son estas Inteligencias, a través de sus Almas, se manifiestan siguiendo una sucesión cronológica y una estructura que es evidente. Ésta es en nuestra Tierra la parte de kadbānū'iyya que hace que nuestra Tierra se pueda simbolizar con su Ángel, Isfandārmuz.
Este sencillo ejemplo, elegido entre otros, bastaría para demostrar cómo la teosofía especulativa del Irán islámico, desde Suhrawardī en el siglo XII hasta Ṣadr al-Dīn Sīrāzī en el siglo XVII (y habría que añadir que hasta sus actuales sucesores), preserva y sigue meditando acerca de la figura del Ángel de la Tierra, acerca de quien la religión mazdeísta había iniciado a los antiguos iraníes para que pudieran reconocer su persona. La figura, la Gestalt, queda preservada, idéntica a sí misma, a pesar de que hayan cambiado los elementos del contexto. Es admirable la fuerza del ta’wīl, de la hermenéutica espiritual, capaz de valorar todos los símbolos "devolviéndolos" al arquetipo. Ésta es la función iniciática que asume el Islam espiritual, representada en la persona del "maestro de la teosofía oriental" y de sus seguidores.
Aún hay algo más. Cuando encontramos en Suhrawardī el nombre mismo de Isfandārmuz, Ángel de la Tierra y Sofía del mazdeísmo, no tenemos ninguna dificultad en reconocer sus rasgos, ya que no hay ningún nombre característico de su función que no haya pasado de la liturgia mazdeísta al contexto neoplatónico islámico de Suhrawardī. Pero puede ocurrir que el nombre ya no se vuelva a pronunciar, que aparezca en otro contexto distinto una Figura con un nombre diferente, y que a pesar de ello sigamos identificando los mismos rasgos, la misma Gestalt. Debemos permanecer atentos no obstante a lo específico del fenómeno espiritual que se nos va a manifestar. Tal como se nos presenta, no podemos decir tan sólo que se trata de una Figura que podría ser, ni más ni menos, un nuevo simbolismo del arquetipo personificado en Spenta Armaiti. Al nivel en el que nosotros vamos a poder percibirla, habría que hablar más bien de una figura-arquetipo del arquetipo, como si alcanzáramos la cima de la progressio harmonica, y por fin allí, y solamente allí, nos fuera dado escuchar también de nuevo el sonido fundamental. Es el Arcángel femenino de una Tierra supraceleste, que asume el rango y el privilegio de la Sofía divina, lo que se nos propone percibir al percibir a la altura del mundo del lāhūt la realidad eterna de la Resplandeciente Fátima, la hija del Profeta, tal como se medita en la gnosis chiíta, y más concretamente todavía en la Escuela šayjī.
Es cierto desgraciadamente, que al no poder hacer referencia de momento a una obra de conjunto acerca de las doctrinas chiítas, y en especial de las del ṣayjismo, corremos el riesgo de que nos tachen de utilizar alusiones oscuras. El chiísmo (la palabra, formada a partir del árabe ṣī'a, designa a la comunidad de fieles que siguen a los Imames de la familia del Profeta), que desde hace cinco siglos es la forma en que se manifestó el Islam iraní desde el principio, sigue siendo un gran desconocido en Occidente. Con demasiada frecuencia, cediendo a las modas del momento, se reducen sus orígenes a aspectos de sucesión política. Al hacerlo así, se pierde de vista por completo la enorme obra literaria que constituyen las obras con las conversaciones de los primeros fieles con los distintos Imames hasta el siglo IX de nuestra era, conversaciones que atestiguan que el nacimiento del chiísmo significó ante todo el resurgimiento de la gnosis en el Islam (un estudio que tratara de las doctrinas desde sus orígenes no podría separar el chiísmo duodecimano del ismaelí). La gnosis chiíta representa el esoterismo del islam por excelencia. El reconocimiento del chiísmo como religión de estado, efectuada por los safavíes en el siglo XVI, que supuso la formación de algo parecido a un clero oficial, preocupado casi exclusivamente por la jurisprudencia, tuvo como consecuencia inmediata el hacer más rigurosa todavía que en la actualidad la práctica de la "disciplina del arcano" entre los seguidores iraníes de la gnosis chiíta.
Si la profetología es un elemento esencial de la religión islámica como tal, ésta se divide en teosofía chiíta, en profetología e imamología. Junto a la función profética que da a conocer el mensaje de la Revelación literal, está la función iniciática, la que inicia en el sentido oculto de las revelaciones, y que es la que corresponde al Imam. Tras el ciclo de la profetología (dā'irat al-nubuuwwa), cerrado con Muḥammad, el "Sello de los Profetas", viene el ciclo de la Iniciación (dā'irat al-walāya), el ciclo actual, que se sitúa bajo el signo espiritual del XII Imam, el Imam oculto, "presente en los corazones pero invisible para los sentidos".
El šayjismo, escuela surgida a finales del siglo XVIII bajo el impulso de la fuerte y elevada personalidad espiritual del šayj Aḥmad Aḥsā’ī (muerto en 1826), supuso un extraordinario renacimiento de la gnosis chiíta. Existe una literatura muy extensa, que en parte sigue estando manuscrita. Aquí no podemos esbozar siquiera el conjunto de sus doctrinas, pero a lo largo de las páginas siguientes veremos cómo y por qué el tema de Hūrqalyā es un tema esencial. Se analiza el sentido de la imamología con una gran profundidad (o elevación). Los doce Imames que han asumido la función iniciática después del mensaje de Muḥammad, su persona y la de su hija Fátima, que crea el linaje de los Imames, este pleroma de los “Catorce Inmaculados”, se comprende y medita no sólo como aparición efímera de su persona terrenal respectiva, sino en su realidad de entidades eternas precósmicas. Sus personas son esencialmente teofánicas; son los Nombres y los Atributos divinos, lo que sólo puede ser conocido por la divinidad; son los órganos de la divinidad; son sus “operaciones operantes”. Estructuralmente, la imamología asume en la teología chiíta el papel de la cristología en la teología cristiana. Por esta razón, cualquiera que haya conocido solamente el Islam sunní, se encuentra en Irán ante algo inesperado, inmerso en un diálogo de una riqueza y de unas posibilidades imprevisibles.
Los Doce Imames forman pues en sus personas teofánicas, con el Profeta y la Resplandeciente Fátima, el pleroma de los “Catorce Inmaculados”; meditados en su sustancia y su persona preeterna, asumen un modo de ser y una posición análoga a los Aions del pleroma en la Gnosis valentiniana. Respecto al tema que nos ocupa, el tema de la Tierra celeste, vemos que la posición y la función de Fátima en este pleroma asumen un significado primordial.
El esquema de la “teosofía oriental” de Suhrawardī, ya evocado con anterioridad, nos presentaba la Tierra terrenal y su Ángel femenino, Isfandārmuz, que ocupa un lugar en el mundo de los arquetipos, el mundo del Alma o Malakūt. De ese modo tenemos un triple universo: el mundo humano terrenal, objeto de la percepción sensible; el mundo del Alma o Malakūt, que es en realidad el mundo de la percepción imaginativa, el mundus imaginalis, y el mundo de las puras esencias querubínicas, el ŷābarūt, objeto del conocimiento inteligible.
En la teosofía chiíta del šayjismo, hay otro universo (como en Ibn ‘Arabī) que se superpone a estos tres universos: el del lāhūt, la esfera de la deidad. Pero la característica del chiísmo y del šayjismo consiste en concebir expresamente este lāhūt como parte integrante del pleroma de los “Catorce Inmaculados”. Podríamos decir que nos permite escuchar el tema de la Tierra celeste, al igual que los demás temas, a una octava todavía más elevada, siendo cada octava un nuevo mundo, un comienzo, donde todo se vuelve a encontrar, pero a una altura distinta, es decir, en un modo de ser superior. Esta sucesión de octavas es lo que permite la verdadera puesta en práctica del ta’wīl o hermenéutica espiritual. En la persona trascendente de Fátima como miembro del pleroma supremo podemos ver también algo parecido al tema de la Tierra supraceleste que vamos a escuchar, y mediante esta Tierra supraceleste llegamos a la idea de una sofiología chiíta que nos permitirá percibir de nuevo algo que la sofiología mazdeísta percibía ya en la persona del Ángel de la Tierra, pero esta vez a una altura nueva, pues la progressio harmonica implica la resonancia de armónicos que hasta ese momento habían permanecido en silencio.

Vamos a resumir en este trabajo unas páginas imprescindibles de una obra en persa, en cuatro volúmenes, escrita, entre otras muchas, por el que fue el segundo sucesor del šayj Aḥmad Aḥsā’ī a la cabeza de la escuela šayjī: el eminente šayj Muḥammad Karīm Jān Kīrmānī (muerto en 1288/1870). Su “Directorio espiritual” contiene numerosas observaciones expuestas al lector a través de un pensamiento profundo y original (se podrán leer algunas de estas páginas en II.X, en esta edición). Para comprender la estructura del Pleroma de la teosofía chiíta y el papel que Fátima asume en él, debemos dejarnos guiar por la idea esencial, que ha hemos recordado insistentemente, de que todos los universos se corresponden unos con otros. Esta vez también nos encontramos ante Cielos y una Tierra, pero no son ni los cielos ni la Tierra de nuestro mundo, ni los del Malakūt, ni los del Ŷābarūt, sino que se trata de los cielos y de la Tierra de este hipercosmos que constituye la esfera de la Deidad, el lāhūt. El ritmo que establece su estructura arquitectónica después se transfiere, se traslada, a la dimensión del tiempo terrenal. Lo que corresponde esencialmente a la hermenéutica esotérica, el ta’wīl, es descubrir precisamente en esta dimensión histórica una estructura que devuelva la sucesión homologable a la estructura del pleroma; eso significará descubrir el sentido verdadero y oculto, la historia espiritual que se trasluce bajo el relato de los acontecimientos externos. En eso consistirá “ver las cosas en Hūrqalyā”.
Aferrados como estamos en Occidente a la materialidad de los hechos históricos, sin la que nos sentiríamos perdidos, nos cuesta mucho comprender que toda la fe y la esperanza islámicas, así como la responsabilidad en la que se basa la conciencia del creyente, no proceden de un hecho histórico, sino de un hecho de la meta-historia: del pacto preeterno establecido cuando el Ser divino preguntó a la totalidad de los humanos presente en el Adán celeste, el Antropos: “¿Acaso no soy vuestro Señor?” (A-lastu bi-rabbi-kum?, 7:171).
La fe y la ética mazdeístas se basan también, como hemos visto, en un hecho de la metahistoria: la pregunta del Señor de la Sabiduría al inquirir a las Fravartis si aceptaban descender a la Tierra para combatir en ella a las potencias ahrimánicas. Pero aún hay algo más; el propio acontecimiento metahistórico que da lugar a la historia espiritual (la hiero-historia) de los Adamitas, no es más que la reaparición en el nivel de la humanidad adámica de un Acontecimiento que repercute de octava en octava descendente, pero cuyo escenario esencial es el Pleroma supremo. De hecho, esta pregunta plantea a la percepción imaginativa el misterio insondable del origen de los orígenes. Ibn ‘Arabī nos sugiere la manera de abordarlo cuando declara que el Ser divino era a la vez quien preguntaba y respondía.
Esta pregunta plantea en efecto el misterio de la Teofanía fundamental, de la revelación del Ser divino que no puede revelarse a sí mismo más que a través de otro, pero no puede reconocerse a sí mismo como otro, y reconocer a ese otro como sí mismo, sino porque es en sí mismo Dios. Que los seres del Pleroma supremo hayan aparecido en un orden de precedencia ontológica que corresponde al orden de sucesión de sus respuestas a la pregunta esencial, ésta es una manera de situar, para la percepción imaginativa, la estructura del Pleroma como lugar de la Teofanía primordial. Del mismo modo que los Cielos visibles se crean mediante actos de contemplación de las Inteligencias querubínicas que emanan unas de otras, del mismo modo, los “Cielos del pleroma”, en la Esfera del lāhūt, son producidos por actos teofánicos.
Estos actos teofánicos coinciden con la diferenciación progresiva de las gotas del océano esencial del ser, es decir, del ser en imperativo por el Esto creador. La vis formativa inmanente a cada una de ellas le permite dar la respuesta que establece el pacto divino preeterno. Dado que el orden de sucesión ontológica de estas respuestas fija la estructura del pleroma del lāhūt, de ello se deduce que la jerarquía de los Catorce entes espirituales supremos tendrá su epifanía en la tierra, durante el ciclo de la profecía muḥammadí, en el mismo orden de sucesión de las personas a quienes representan, los “Catorce Inmaculados”: el profeta Muḥammad, su hija Fátima y los doce Imames.
La primera entidad espiritual que responde es el primero de los seres, es el “ser incoactivo”, el que tendrá en la tierra su manifestación sensible en la persona del profeta Muḥammad. Por esta razón él es el Cielo supremo del pleroma, el que en los cielos astronómicos tiene como homólogo la Esfera de las Esferas, el Trono (‘arš), el empíreo. Tras él, la segunda entidad espiritual eterna que responde es la que se manifestará en la Tierra en la persona de Ḥaḍrat Amīr (es decir, el I Imam, ‘Alī Ibn Abī-Ṭālib, primo del Profeta y esposo de Fátima); su homólogo en los cielos astronómicos es el octavo Cielo, el cielo de los “castillos” o constelaciones del zodíaco, es decir, el Cielo de los fijos (Kursī), el firmamento. El empíreo del pleroma es pues el Cielo de la profecía (nubuwwa); su firmamento es el Cielo de la Iniciación (walāya). Según esto, ese firmamento es el cielo de la Iniciación total; el I Imam, en su persona teofánica, abarca su totalidad.
No obstante, la totalidad del Cielo de Iniciación se estructura en doce personas o hipóstasis fundamentales (cuyos homólogos astronómicos son los doce signos del zodíaco), es decir, en las entidades espirituales que se manifestarán en la Tierra en la persona de los doce Imames. Cada una de estas entidades tiene su propio signo distintivo en el zodíaco del pleroma, es decir, en la fusión de la Iniciación realizada en el cielo del I Imam. Pero cada una de ellas, de acuerdo con su propio rango ontológico, produce asimismo su propio Cielo.
Dos de ellas emiten su respuesta, a las que corresponderá en la Tierra la pareja fraterna de los dos jóvenes Imames Ḥasan y Ḥusayn, el príncipe de los mártires, hijo de ‘Alī y de Fátima; crean el Cielo del Sol y el Cielo de la Luna del pleroma supremo respectivamente. Después se encuentra la que tendrá como epifanía sobre la tierra al XII Imam, el Imam oculto, es decir, el Imam de nuestro tiempo, cuya persona mantiene, con respecto al profeta Muḥammad, una relación similar a la que mantiene el último Saoshyant, Zarathoustra redivivus con el profeta Zaratustra. Seguidamente ofrecen su respuesta los otro ocho Imames, cuyo orden en la Iniciación eterna quedará simbolizado astronómicamente por las otras Esferas planetarias y por las imaginadas para explicar los movimientos de la Luna.
Finalmente, para completar el pleroma del lāhūt, confiriéndole a la vez su plenitud y su lugar, vemos que da su respuesta Ḥaḍrat Fátima. De este modo ella es la Tierra del pleroma supremo, y por eso es conveniente decir que en este nivel ontológico es más que la Tierra celeste, es la Tierra supraceleste. Dicho de otro modo, Cielos y Tierra del pleroma del lāhūt mantienen, con relación a los Cielos y la Tierra de Hūrqalyā, sobre lo que trataremos más ampliamente en las páginas siguientes, la misma relación que los Cielos y la Tierra de Hūrqalyā con los Cielos y la Tierra del mundo sensible. Podemos decir también que la persona pleromática de Fátima mantiene, con relación a la Tierra celeste de Hūrqalyā, la misma relación que Spenta Armaiti respecto a la Tierra mazdeísta aureolada por la luz del Xvarnah.
Ningún ser humano puede acceder a la visión del pleroma supremo; para ello debería reducir la ventaja eterna que estas entidades espirituales tienen sobre todas las criaturas. Un solo átomo de la Tierra supraceleste proyectado en un millón de nuestros universos bastaría, por su belleza, por su pureza, por su luz, para ponerlos en estado de fusión incandescente. Los seres del pleroma del lāhūt sólo son visibles a través de las formas que adoptan en sus apariciones, que son los receptáculos de sus teofanías. Luego será esencial la función de la que es en persona la Tierra supraceleste, el paraíso más allá del paraíso, en la medida misma en que la Tierra celeste de Hūrqalyā es la Tierra de las visiones teofánicas, lo que equivale a decir, como ya veremos, que sin la persona de Fátima ni habría manifestación del Imamato, ni iniciación imamí, pues el pleroma de estas entidades de luz es el lugar mismo del misterio divino. Su luz es la propia luz divina; su diafanidad le permite una total transparencia sin retener nada como ipseidad propia. Estos “Catorce Inmaculados”, puros cristales resplandecientes que el ojo no puede retener, porque representan al Sol que ilumina, son solamente los Amigos y Amados de Dios. Son la sustancia misma del Amor preeterno; son la identidad del amor, del amante y del amado, esa identidad que todos los sufíes han aspirado a vivir, y que según los Espirituales chiítas es inaccesible para cualquiera que no haya sido iniciado en el secreto de la imamología. De ahí su reserva, la del šayjismo, por ejemplo, respecto al sufismo no chiíta, e incluso al sufismo simplemente.
Desde ese nivel podemos abarcar el horizonte ante el que se va a desarrollar la sofiología del šayjismo. En esta tierra, Fátima, la hija del Profeta, fue la esposa de ‘Alī Ibn Abī-Ṭālib, primo a su vez del Profeta. Esta pareja ejemplar es la manifestación de una sicigia eterna que surge en la eternidad del pleroma del lāhūt. El I Imam y Fátima mantienen, el uno respecto al otro, la misma relación que las dos primeras hipóstasis de los neoplatónicos, ‘Aql y Nafs, la Inteligencia (el Nous) y el Alma o, si nos expresamos siguiendo la terminología de Filón: Logos y Sofía.
La pareja ‘Alī-Fáṭima es el símbolo, la epifanía terrenal, de la pareja eterna Logos-Sofía. A partir de ahí podemos darnos cuenta de las implicaciones de su persona respectiva. El Logos (‘Aql) es, en la doctrina šayjī, la sustancia oculta de todo ser y de todo objeto; es la parte suprasensible que necesita la Forma visible para manifestarse; es como la madera en la que surgirá la forma de la estatua. Mejor aún, es como el cuerpo arquetipo, la masa astral interna del sol, invisible para la percepción humana, con respecto a su Forma visible, de la que constituye su Aura, su brillo y esplendor. Maqām significa el estado, el rango, el nivel, así como el tono de una nota musical. El Maqām de Fátima corresponde precisamente a esa forma visible del sol, sin la que no sería posible ese esplendor ni ese calor. Por eso se le ha dado a Fátima un nombre solar: Fáṭima al-Zahrā’, la deslumbrante, la resplandeciente Fátima. La totalidad de los universos está formada por esta luz de Fátima, esplendor de cada sol que ilumina cada universo posible.
Podremos así hablar también de una sofianidad cósmica, que tiene su origen en la persona eterna de Fátima-Sofía. Como tal, asume un rango triple, una triple dignidad y función. Al ser la Forma manifestada, lo que equivale a decir la propia Alma (nafs, Anima) de los Imames, es el Umbral (bāb) a través del cual los Imames difunden el don de su luz, igual que la luz del sol procede de la forma del sol que es su esplendor resplandeciente, y no procede de la sustancia invisible de su “cuerpo arquetipo”.
En segundo lugar, representa también toda la realidad pensable, el pleroma de los significados (ma’ānī) de todos los universos, porque nada de lo que es puede serlo sin una denominación. Ahora bien, atributo y significado están en el mismo nivel de ser que la forma, y la forma está precisamente en el nivel de ser del Alma, ya que es el Alma-Sofía que confiere denominación y significado. Por esta razón, todo el universo del alma y el secreto de los significados dados por el Alma es el universo mismo y el secreto de Ḥaḍrat Fátima. Ella es la Sofía, es decir, la sabiduría y la potencia divinas que abarcan todas las cosas, la luz divina que ilumina todos los universos. Ésta es la razón por la que además su persona eterna, que es el secreto del mundo del Alma, es asimismo la forma en que se manifiesta (bayān), sin la que el Principio creador del mundo permanecería desconocido e irreconocible para siempre.
También podemos expresarlo de otro modo: la categoría ontológica de los Imames en su entidad eterna trasciende cualquier representación y percepción, cualquier medio de expresión y de designación entre las criaturas, mientras que la categoría de Ḥadrat Fátima es el nivel de su epifanía, porque el rango de su ser es el rango mismo del Alma en cada nivel del ser. Así, el nivel de ser de Fátima-Sofía abarca la totalidad de los niveles de conocimiento, de la gnosis, hasta tal punto que el rango de preeminencia respectiva de los profetas en cuanto a su conocimiento de Dios está en función de su conocimiento de Ḥadrat Fátima. Incluso los más eminentes de los ciento veinticuatro mil profetas, los que, antes de Muḥammad, fueron enviados a revelar un Libro celeste, incluso ellos están por debajo del rango de Fátima-Sofía, porque todos sus conocimientos, revelaciones y fuerzas taumatúrgicas proceden de ella, pues Fátima-Sofía es la Tabula secreta (lawḥ maḥfūẓ).
De acuerdo con la tradición, Gabriel es, en efecto, el ángel de la Revelación y el ángel del Conocimiento, el mensajero enviado a los profetas. Pero él mismo recibe de sí mismo las revelaciones divinas que les comunica, a través de los otros tres arcángeles que sostienen el trono: Azrael, Serafiel y Miguel.
Tan sólo el Arcángel Miguel recibe así directamente una parte del conocimiento que contiene la Tabula secreta, que marca la categoría y la posición de Fátima-Sofía como corazón del mundo espiritual trascendente. Hay algunas aleyas coránicas cuyo pleno sentido no puede comprenderse más que a través de la hermenéutica espiritual, el ta’wīl chiíta, como por ejemplo ésta (que traducimos tal como exige este ta’wīl) en la que Dios afirma: “Sí, lo juro por la Luna y por la noche cuando ésta se retira, y por la aurora cuando aparece, este Signo es uno de los Signos mayores, alguien que advierte a los humanos” (74:35-39). Este signo entre los Signos mayores es Ḥaḍrat Fátima entre los “Catorce Inmaculados”.
Si reconsideramos con nuestro eminente šayj las prerrogativas ontológicas de Ḥadrat Fátima-Sofía, podemos decir que ella, a través de la cual la existencia terrenal se transfigura en aurora de una Tierra supraceleste, es la Teofanía. El tema se eleva hasta tal punto que nuestro šayj iraní (a quien por otra parte le debemos también un tratado sobre los colores) alcanza los niveles que ya presintió Goethe al final del segundo Fausto: un Eterno-femenino, previo incluso a la mujer terrenal, porque es anterior a la diferenciación de lo masculino y lo femenino en el mundo terrenal, del mismo modo que la Tierra supraceleste domina todas las Tierras, celestes y terrenales, y su existencia es anterior a ellas.
Esto es así porque Fátima-Sofía es el Alma: el Alma de la creación, el Alma de cada criatura, es decir, esa parte constitutiva del ser humano que se muestra sobre todo a la consciencia imaginativa bajo la forma de un ser femenino, Anima. Es lo Eternamente-femenino en el hombre, y por eso es también el arquetipo de la Tierra celeste; es el paraíso, nuestra iniciación a él, ya que es la que manifiesta los Nombres y los Atributos divinos revelados en las personas teofánicas de los Imames, es decir, en los Cielos del pleroma del lāhūt.
Aquí sale de nuevo a la luz un tema de la gnosis chiíta primitiva, de la gnosis ismaelí más concretamente, en la que se designa a Fátima como Fāṭima-Fāṭir, Fátima-Creador (en masculino). Se nos invita de este modo a percibir a una altura de resonancia extraordinaria el sentido de la denominación habitual que la devoción chiíta otorga a Ḥaḍrat Fátima. Ésta saluda en Fátima a la "reina de las mujeres". Pero ahora se nos invita a captar su sentido más allá y muy por encima de la diferenciación sexual que constituye la condición de la humanidad terrenal, un sentido que debemos traducir por algo parecido a "soberana de la humanidad femenina" o de "la humanidad en femenino". Lo que debemos entender como femenino es en primer lugar la totalidad de los seres de los universos de lo Posible. Todas las criaturas han sido dotadas de alma, del Anima de los santos Imames; éstas proceden a su vez del "lado izquierdo", como Eva, el Anima de Adán, creada de su costado izquierdo, del mismo modo que la luz del sol está formada con la forma visible y los atributos del sol.
Como la totalidad de las criaturas está dotada de alma, la naturaleza ontológica de los universos de las criaturas, con respecto a los santos imames como potencias cosmogónicas, tiene un carácter femenino. En este sentido, los doce Imames son los "hombres de Dios", a los que así aluden algunas aleyas coránicas. Al mismo tiempo también los Imames, que inician sobre la Tierra el ciclo de la Iniciación al sentido oculto de las revelaciones, han sido credos a partir del alma del Profeta, o son más bien el alma del Profeta. Así nos lo dan a entender algunas aleyas coránicas, como ésta, por ejemplo: "Ha formado a vuestras esposas de vuestras propias almas" (16:74 y 30:20).
En este sentido, los Imames son las "esposas" del Profeta. Es más: como la Iniciación no es nada más que el nacimiento espiritual de los creyentes, cuando se habla de la "madre de los creyentes" en su verdadero sentido, hay que entender como "madre", en su sentido verdadero y esotérico, a los Imames. A través de ellos se lleva a cabo efectivamente este nacimiento espiritual, y a ello aluden estas palabras del Profeta: "Yo y Alí somos el padre y la madre y de esta comunidad".
Luego, por una parte los doce Imames, como instrumentos y causas eficientes de la Creación, son los "hombres de Dios"; son masculinos. Pero por otra parte, y simultáneamente, son el alma del Profeta, es decir, el Anima, lo Femenino del Profeta a través de lo cual se realiza la Iniciación, es decir, la creación espiritual. Ahora bien, ya sabemos que el rango ontológico del Alma y la realidad del Alma es el rango mismo y la realidad de Fátima-Sofía. Los Imames, como antes de la cosmogonía, son masculinos, dado que la creación es su alma; como autores de la creación espiritual, es decir, en su función iniciática, son femeninos, ya que son el Alma, y porque el Alma es Fátima. También hemos leído que Fátima es la teofanía del pleroma supremo, y por eso la función teofánica e iniciática de los santos Imames es precisamente su capacidad de ser "fatimianos" (su fāṭimiyya, que podemos traducir literalmente como "sofianidad") y éste es el sentido de la atribución otorgada a Fátima como Fāṭima-Fāṭir, Fátima-Creador.
Sus funciones se corresponden una con otra, de un universo a otro: en el pleroma del lāhūt, como Tierra supraceleste donde se asientea; sobre la Tierra terrenal, como hija y Alma del Profeta y como origen de quienes son a su vez el alma del Profeta, el linaje de los doce Imames. Ella es la teofanía y la Iniciación: es maŷma' al-nūrayn, donde confluyen dos luces: la luz de la Profecía y la luz de la Iniciación. Gracias a ella la creación tiene una naturaleza sofiánica, y los Imames quedan investidos de la sofianidad que transmiten a sus fieles, porque ella es su alma. Desde esa elevación pleromática captamos el sonido fundamental que surge de las profundidades, es decir, lo que la sofiología mazdeísta expresaba en la idea de spandarmatīkīh, esa sofianidad que Spenta Armaiti, el Ángel femenino de la Tierra, confería al creyente fiel.
No obstante, a diferencia de lo que ocurría en la "teosofía oriental" de Suhrawardī, a lo largo de estas páginas que acabamos de comentar y analizar, no hemos pronunciado el nombre de Spenta Armaiti. No por eso sigue siendo menos cierto que la progressio harmonica nos permite escuchar el sonido fundamental en la spandarmatīkīh y los armónicos en la fāṭimiyya. Y la armonía creada entre la  Tierra mazdeísta transfigurada por la Luz-de-Gloria y la Tierra celeste transfigurada en la persona de Fátima-Sofía se va a ratificar sobradamente.
Ya se ha podido comprender anteriormente (I, cap. I.4, en esta edición) cómo se crea el nexo entre Spandarmat, el Ángel de la Tierra, y la persona de los Saoshyants, los Salvadores, el último de los cuales debe llevar a cabo lo que la escatología zoroástrica designa como la Transfiguración y el Rejuvenecimiento del mundo (fraskart): la apocatástasis, el devolver a todas las cosas su integridad y esplendor originales, tal como eran antes de la invasión de las Contra-potencias ahrimánicas. Desgraciadamente, aquí no podemos ofrecer el esbozo comparativo al que nos llevaría la analogía que presenta por una parte la relación entre Muḥammad, Fátima y el Imam oculto, cuya parusía precederá asimismo a la apocatástasis, y por otra parte la relación entre Zaratustra, la madre del último Saoshyant y él mismo.
Debemos señalar sin embargo que, en la abundante literatura que se sigue produciendo en la actualidad en el Irán chiíta en torno a las fuentes tradicionales relativas al Imam oculto, encontramos numerosas referenicas que muestran que algunos teólogos chiítas tienen un conocimiento directo de la Biblia, del Antiguo y Nuevo Testamento, así como de la escatología zoroástrica. Ya en el siglo XVII, cuando Quṭb al-Dīn Aškivarī, uno de los discípulos más destacados de Mīr Dāmād (el gran maestro de teología de la escuela de Iṣfahān), estructuraba su historia espiritual en tres ciclos (antiguos Sabios y profetas, figuras del Islam sunní y figuras del Islam chiíta), destacaba expresamente la identidad de los rasgos que ofrecía la persona del Saoshyant zoroástrico, y los atributos que la fe chiíta otorga a la persona del XII Imam, el Imam oculto.
También encontramos unas páginas similares en otra obra persa del mismo eminente šayj Muḥammad Jān Kirmānī, cuyas enseñanzas nos han sido tan útiles. Pensamos sobre todo en las páginas en las que el šayj habla de los éxtasis de Zaratustra, cuando Ohrmazd ofrece a su profeta la visión de un árbol con siete ramas cuya sombra se extendía por todos los lugares de la Tierra. Las siete ramas de este árbol estaban hechas de oro, plata, cobre, estaño, plomo, acero y hierro respectivamente. Ohrmazd explica a Zaratustra el significado de cada rama: cada una de ellas (como en la visión de Daniel) simboliza a uno de los grandes imperios.
Con la séptima rama, es decir, con el séptimo período que inicia el reino de los abasíes (así llamados a causa de su color simbólico, el negro), comienza una serie de catástrofes, entre las cuales cabe citar el terror mongol. Pero Ohrmazd calma la tristeza de Zaratustra al anunciarle la aparición del héroe escatológico, Bahrām Varŷavānd, que procederá de Oriente, del Asia central; algunas tradiciones añaden: "de la ciudad de las muchachas" (Šahr-i dujtarān), en dirección al Tibet (cf. I, cap. I, en esta edición, nota 126). El nombre define su persona: Bahrām es el nombre persa del planeta Marte (pero ya hemos visto anteriormente que en los Cielos del pleroma del lāhūt es el homólogo del Cielo de Marte, que es el Cielo del XII Imam). Varŷavānd: a quien le corresponde el poder y la soberanía de la Luz-de-Gloria, el Xvarnah. El paralelismo del héroe escatológico zoroástrico con la persona del Imam oculto, cuya parusía brilla como el anuncio de la Resurrección, se debe, como ya hemos recordado hace algunas líneas, a teólogos chiítas anteriores.
Pero también se pueden realizar otros paralelismos. El héroe zoroástrico y el Imam de la resurrección ambos tienen sus compañeros de lucha, no sólo los que sistemáticamente luchan por ellos haciendo que se acerque el futuro de su reino, sino los que, mantenidos en un sueño místico, esperan levantarse con ellos, cuando llegue el momento, y todos los de tiempos pasados que "volverán" para la lucha final. Peshotūn, por ejemplo, uno de los hijos del rey Vīshtāspa, que protegió a Zaratustra y facilitó su predicación es, por ejemplo, uno de ellos. Para los chiítas, es el I Imam en persona. Son dos grandes figuras de "caballeros espirituales" (ŷavān-mardān) cuya función escatológica justifica la equiparación propuesta por nuestro šayj.

Debemos insistir no obstante en que nuestros autores no piensan en términos de "corrientes históricas" o de "influencias", sino en forma de ciclos, tanto creando el esquema de los universos de modo que se simbolicen unos a otros, como en la forma de representar el esquema de los períodos de la historia espiritual.
Las formas entre las que se ha establecido un paralelismo no tienen que reducirse a un mismo tiempo homogéneo, pues cada una de ellas es su propio tiempo. Por esa razón son símbolos, y por eso mismo se pueden equiparar unas con otras, y cada personaje tiene su homólogo equivalente en cada ciclo. Equiparar al Saoshyant con el Imam oculto no consiste, como haríamos nosotros seguramente, en sopesar influencias, destacar corrientes, es decir, en descomponer todo el mecanismo de la historia externa para "explicar" la identidad reduciéndola a un plano único. Lejos de eso, se trata, en este modo de pensamiento cíclico, de algo semejante a una percepción armónica. O más bien podemos decir que se trata de la percepción de una estructura constante, igual que una misma melodía puede sonar a alturas distintas. En cada interpretación los elementos melódicos son diferentes pero la estructura es la misma; es la misma melodía, la misma figura musical, la misma Gestalt.

Por esta razón, la progresión que ese modo de pensar nos lleva a concebir no es una línea horizontal, sino un ascenso de ciclo en ciclo, de una octava a otra octava superior. Así lo demuestran algunas de las páginas del mismo šayj que hemos traducido en esta obra (II.X, 2, en esta edición). La historia espiritual de la humanidad desde Adán es el ciclo de la profecía que sucede al ciclo de la cosmogonía; pero, a pesar de que toma su relevo, es como una reversión, una vuelta y ascenso hacia el pleroma. Es un sentimiento gnóstico, desde luego, pero en eso consiste precisamente "ver las cosas en Hūrqalyā". Consiste en ver al hombre y su mundo esencialmente en una dirección vertical. El Oriente-origen que lo orienta y dirige su retorno y su ascenso es el polo celeste, el norte cósmico, la "roca de esmeralda" en la cima de la montaña cósmica de Qāf, allí donde comienza el mundo de Hūrqalyā; no se trata pues de un país que los mapas sitúen en el Este, ni siquiera cuando los mapas antiguos sitúan al Este en la parte superior, en el lugar del norte. El sentido del hombre y el sentido de su mundo se les confieren a través de la dimensión polar, no a través de una evolución lineal, horizontal y unidimensional, ese famoso "sentido de la historia" investido de autoridad en la actualidad, cuando sin embargo los puntos de referencia que pueden determinar este sentido que nos ocupa siguen siendo conflictivos.

También está situado en el norte el paraíso de Yima, donde se conservan los seres más bellos que repoblarán un mundo transfigurado, el Var que conservará la semilla de los cuerpos de resurrección. La Tierra de luz, la Terra lucida del maniqueísmo, también está situada, igual que la del mandeísmo, en dirección al norte cósmico. Según el místico 'Abd al-Karīm Ŷīlī (cf. II.IV, en esta edición), la "Tierra de las almas" es la región más septentrional, la única que no ha sufrido las consecuencias de la caída de Adán. Es la morada de los "hombres de lo Invisible" sobre quienes reina el misterioso profeta Jiḍr. Hay un rasgo peculiar: su luz es la del "sol de medianoche", ya que allí se desconoce la oración de la noche, pues el alba aparece antes de que el sol se acueste. Deberíamos tener en cuenta aquí todos los símbolos que convergen hacia el paraíso del Norte, la Tierra de luz de las almas y el castillo del Graal.
Ahora vamos a tener que comprender el desarrollo de nuestros textos, que nos presentan esa Tierra de luz como Tierra de las visiones y Tierra mediante la cual se lleva a cabo la resurrección de los cuerpos, la aparición de los "cuerpos espirituales" más concretamente. Pero debíamos comprender quién era el Alma de ese mundo que se nos presenta como el mundo de las Formas imaginales y el mundo del Alma.

La teosofía šayjī, al permitirnos avanzar hasta la octava superior, el pleroma del lāhūt, nos ha enseñado que Fátima-Sofía es la Tierra supraceleste, porque es el Alma, el Anima o Forma manifestada del pleroma supremo.

A medida que nuestros autores nos hagan penetrar en el "octavo clima", comprenderemos cómo también el Anima substantiva del creyente, su "cuerpo espiritual", es la Tierra de su paraíso. Ahora bien, en esta Tierra de Hūrqalyā es donde vive actualmente el Imam oculto. A partir de ahí, descubriremos el nexo de simbolización mística que asocia a Fátima-Sofía, origen del XII Imam, el alma y la persona del fiel chiíta: un nexo a través del cual éste queda investido de la función sofiánica de Fátima. Veremos que la parusía o manifestación del Imam oculto no es un acontecimiento externo que se deba producir de pronto en el calendario del tiempo físico; es una desocultación que avanza a medida que el peregrino del espíritu, al elevarse hacia el mundo de Hūrqalyā, produce en sí mismo el acontecimiento del Imam esperado. En esto radica toda la espiritualidad del chiísmo. Nos convenceremos de ello al leer las hermosas páginas del añorado šayj Sarkār Āgā traducidas al final de este libro, páginas que nos ayudan incluso a comprender por qué Hūrqalyā es la Tierra de las visiones y por qué Hūrqalyā es la Tierra de la resurrección.

Fuente: Henry Corbin, Cuerpo espiritual y Tierra Celeste, Editorial Siruela, Madrid, 2006, págs. 58 a 71

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