Ibn Al-Arabi y San Juan de la Cruz por Roger Garaudy
sábado, noviembre 02, 2013
Tres siglos separan estos dos apogeos espirituales de España, el de los sufis musulmanes andaluces y el de los místicos cristianos más inspirados.
Sus analogías:
La identidad de su objetivo: llegar a ser Dios por participación tal y como dice audaz y peligrosamente San Juan de la Cruz.
La identidad de su camino: “por la extinción de todo deseo parcial en sí y de la vía negativa de la superación de todo conocimiento sensible e inteligible”. La identidad de su modo de expresión: de la experiencia mística de lo trascendente por la metáfora poética, hacen, a los dos, hermanos del alma en la comunidad abrahámica de los incondicionales de Dios.
Tanto uno como el otro fueron más allá de su época y por ello conocieron las persecuciones: Ibn al-‘Arabi, víctima del integrismo de los “Fuqahas”, tuvo que exiliarse en Damasco para continuar su obra. San Juan de la Cruz, en su esfuerzo por alcanzar a Dios por vías que no eran siempre ortodoxas en su tiempo, conoció la prisión en un calabozo y, en su evasión quemó gran parte de su obra, la cual también era insoportable para los integristas.
La prudencia impuso a San Juan de la Cruz no citar en sus obras más que textos bíblicos o autores canónicos. Por consiguiente no poseemos ninguna prueba escrituraria que testimonie, directa e irrecusablemente, el conocimiento de Ibn al-‘Arabi por San Juan de la Cruz, del estilo de las claras referencias a Avicena en el Maestro Eckart. Tampoco tenemos pruebas históricas de la filiación directa de Ibn al-‘Arabi con San Juan de la Cruz, como las hemos tenido de Ibn al-‘Arabi con Dante; cuando descubrió Enrico Cerulli, en la biblioteca de Oxford y en la nacional de Paris, las traducciones latinas de “La escala de Muhammad”, confirmando así la hipótesis de Asín Palacios sobre las fuentes musulmanas de la escatología de la Divina Comedia.
Por el contrario, las peripecias de la vida de San Juan de la Cruz demuestran que él no podía ignorar a los maestros de la espiritualidad islámica. Primeramente, como estudiante en la Universidad de Salamanca. Es cierto que la enseñanza dominante era la del Tomismo y Aristóteles, el padre Crisógonos en su “Vida y obra de San Juan de la Cruz” (B.A.C.) (1954) subraya que Avicena y Averroes adquieren en ese momento una importancia extraordinaria en Salamanca (p. 72), y la “Historia de la Universidad de Salamanca”, de Pierre Chacon, muestra que corrientes antitomistas y antiaristotelistas circulaban por la Universidad. El catálogo de la biblioteca de la Universidad de esta época, contiene traducciones de sufis musulmanes y sobre todo de Ibn al-‘Arabi que habían sido encargadas en el siglo XIII, por el Rey Alfonso X el Sabio en España (que reina de 1252 a 1285) y por Federico II (Emperador en 1250) en Sicilia, ambos profundamente imbuídos de la cultura islámica y que se rodearon en su corte respectiva, en Toledo y Palermo, de sabios musulmanes.
Alfonso X el Sabio, que antes de ser rey, fue gobernador de Murcia, creó en esta ciudad, con la colaboración del filósofo musulmán, Muhammad al-Ricouti, la primera escuela interconfesional del mundo, donde enseñaban sabios judíos, cristianos y musulmanes. Los Bani Oud de Murcia fueron, en su tiempo, respetados y protegidos.
A partir del siglo XII el obispo Raymond de Toledo había creado equipos de traductores para divulgar en latín las obras de los maestros de la cultura árabe-islámica.
El que sería San Juan de la Cruz, estudiante en Salamanca, tenía a su alcance estos tesoros. Sin embargo no hay en sus escritos citas que se refieran a ello. No más por otra parte que a Taulero Ruysbroek o Max Milner, en “Poesía y vida mística de San Juan de la Cruz”( p. 28-29). Escribe: “Sin duda él hizo en Salamanca otras lecturas... pero... evita hacer referencia a una tradición mística. ¿Sería esto la prudencia necesaria en una época donde la acusación por iluminismo amenazaba a todo autor espiritual que tratara de sobrepasar o profundizar una tradición rígida?.... era mejor.... para estar en paz con el Santo Oficio evitar toda evidencia explícita”. Lo que permanece es el interés apasionado de San Juan desde Salamanca, por la experiencia mística. El padre Crisógonos (Vida... p. 80) cuenta, que según testigos de sus condiscípulos él escribió un trabajo “excelente” sobre varios místicos “en particular sobre Saint Denys y Saint Gregoire”.
Segunda semejanza aun más fuerte la de su conocimiento de la espiritualidad del Islam: San Juan de la Cruz fue, de 1582-1588, prior del convento de los mártires en Granada, donde escribió su Cántico Espiritual y su Viva Llama. Y en esta época los musulmanes aun no habían sido expulsados de Granada (no lo serán hasta 1609).
La ciudad estaba aun poblada esencialmente por musulmanes. La mayoría de ellos se habían convertido al cristianismo y participaban en la administración de la ciudad [i]. San Juan de la Cruz vivía en contacto con ellos. En la calle misma de su convento, calle Elvira, cerca de la Puerta de Elvira vivía una mística musulmana discípula del gran sufí al-Ghazali. Era muy conocida bajo el nombre de “La mora de Úbeda” (San Juan de la Cruz y el Islam, por Luce López Baralt. Universidad de Puerto Rico 1985 p. 285-328).
El padre Bruno historiógrafo de San Juan de la Cruz supone que ella le inspiró su crítica del iluminismo en la “Subida al Carmelo y la Noche Oscura”.
No es posible probar que hubiera contactos directos de San Juan de la Cruz en Granada, aunque el parecido sea tan grande que José Gómez Menor en su libro sobre “el linaje familiar de Santa Teresa y San Juan de la Cruz” (Salamanca 1970) no excluye la posibilidad que, por su madre, Catalina Álvarez, San Juan descienda de conversos moros.
Todo esto, sea cual sea la semejanza, es hipotético. Pero un hecho irrecusable muestra que San Juan de la Cruz no pudo ignorar los problemas de las relaciones entre la teología musulmana y la cristiana. En 1588, el último año de su estancia en Granada, cuando fue derrumbada la antigua mezquita de los nazaríes para construir la nueva catedral, los terraplenadores sacaron a la luz “cajas de plomo” conteniendo reliquias y pergaminos escritos en árabe, en latín y en español. Cervantes, al final del primer libro de Don Quijote, hace una parodia del asunto de los “plomos”.
Lo esencial de estos textos es un intento de sincretismo islámico cristiano, hecho por moriscos preocupados por mostrar la continuidad entre el cristianismo y el Islam, con el fin de no oponer a los “viejos cristianos” y a los “nuevos”, es decir los no moriscos y los moriscos, musulmanes o judíos por una inquisición que los confundía en el desprecio.
Para conseguirlo, los autores de estos textos escribieron libros atribuidos a los más cercanos compañeros de Santiago, a quien la tradición española le había hecho “matamoro” (matador de moros), figura de proa de la “reconquista”, interviniendo en las batallas en un caballo blanco al lado de los ejércitos cristianos para derrotar a los moros.
Los pergaminos de los “plomos de Granada” están presentados como escritos por los mismos que, al lado de Santiago y según la tradición, han evangelizado España: Cecilio, primer obispo de Granada, Thesiphon e Indalecio. Venidos, junto con Santiago desde Oriente son, según los libros, todos árabes, Cecilio se llamaba antes de su bautizo, Ibn al-Radi, Thesiphone, Ibn Athar, descendiente del profeta árabe de los Tamud: Salih (del que no se habla más que en el Corán VII, 73-82) e Indalecio, que se llamaba Ibn al-Mogueira.
Era importante para los moriscos, mostrar que el primer obispo de Córdoba, discípulo inmediato de Santiago era árabe, como los demás apóstoles de España, pero aun era más importante ver la similitud en los temas teológicos fundamentales, lo que era común al Cristianismo y al Islam, notablemente la unidad de Dios, y la veneración de Jesús y de la Virgen María, temas que aparecen muy a menudo en el Corán.
Se trataba de un falso documento, fabricado por los moriscos cuya situación era muy difícil en Granada, sobre todo después de los levantamientos armados de las Alpujarras, que estallaron de 1568 a 1571.
A partir del primer encuentro en 1588, comenzó una controversia apasionada sobre la autenticidad de los documentos.
El rey Felipe II y el Papa Sixto V fueron informados por el arzobispo de Granada con el deseo de homologar el descubrimiento. Una asamblea fue convocada para decidir sobre ello. San Juan de la Cruz, prior del convento de Granada fue designado como uno de los miembros expertos de esta comisión.
Es pues imposible que San Juan no tuviera conocimiento de la literatura religiosa del Islam. El problema de las relaciones de San Juan e Ibn al-‘Arabi ¿podría resumirse en términos de influencia? No. Porque existe entre los místicos de todas las religiones procedimientos y experiencias que pueden ser convergentes sin por esto implicar préstamos. Y más aun cuando se trata de las interrelaciones entre los sufis musulmanes y el misticismo cristiano. El padre Miguel Asín Palacios aludiendo a los paralelismos entre San Juan de la Cruz, Ibn al-‘Arabi e Ibn Abbad de Ronda, su discípulo, subraya la reciprocidad de la interrelación entre el cristianismo y el Islam: “Un pensamiento evangélico insertado en el Islam durante la Edad Media habría adquirido un desarrollo tan rico y tal opulencia de expresión, que transportado a suelo español, nuestros místicos del siglo XVI no duraron en acogerlos”.
Esto es más evidente aun cuando se trata de Ibn al-‘Arabi, el de los sufis musulmanes que, junto con Hallaj y Shabestari, ha vivido más profundamente la dimensión “crística” del Islam.
El lugar de Jesús en el Corán que hace muchas referencias a El, es sorprendente: “El Mesías, Jesús, Hijo de María y Apóstol de Dios. El es su verbo depositado por Dios en María. El es el “espíritu” que emana de El. Le hemos dado Evangelio en el que hay guía y luz” (IV, 171).
En los sufis Jesús es el símbolo mismo de la identidad gnóstica del hombre y de Dios. El revelador del Uno y del Todo. Y del Amor que es la expresión dual de su unidad. “La dualidad esencial contenida en la unidad” dice Ibn al-‘Arabi (Sagesse p. 136): El Verbo de Jesús.
Ibn al-‘Arabi llama a Jesús “el sello de la santidad”: “Sí, el sello de los santos es un apóstol que no tendrá igual en el mundo, el es el espíritu, y El es el Hijo del Espíritu y de María, he aquí un rango que ningún otro podrá alcanzar”.
La “parusía” de Jesús es familiar a los sufis musulmanes, Iban al-‘Arabi escribe: “Dios lo ha elevado hasta El, para hacerlo descender al final de los tiempos como sello de los santos, aplicando a la justicia según la ley de Muhammad”. (Ibn al-‘Arabi. Futuhat IV, 215, y también: I, 569; II, 139).
Ibn al-‘Arabi tiene una conciencia profunda de la continuidad del mensaje de Abraham: “El cristiano y el que profesa una religión revelada, dice, no cambian de religión si van al Islam” (Futuhat IV, 166).
La meditación conjunta de los itinerarios sobre Dios de Ibn al-‘Arabi y de San Juan de la Cruz, nos permite situar en el lugar que les corresponde las polémicas tradicionales, entre musulmanes y cristianos, referidas a la Encarnación y a la Trinidad.
Este paralelismo no se puede hacer partiendo de simples similitudes en el uso común de los símbolos como el de la luz o de la noche, o del amor humano como metáfora del amor divino. Es, este, un patrimonio común de todos los que comprendieron que no era posible hablar de Dios con nuestros conceptos y nuestro lenguaje puesto que es incomparable, trascendente, con respecto a las cosas, al hombre y a todas las palabras para designarlos. La palabra sobre Dios (la teología) sólo puede ser simbólica, poética, puesto que no la podemos captar ni por nuestras percepciones sensibles ni por nuestros conceptos sino solamente evocarlo con símbolo y analogías. Así es para el amor desde el Cántico de los Cánticos, y más aun para la imagen de la luz y del fuego como analogía terrestre de Dios.
La imagen más frecuente para designar a Dios, en todas las religiones, es la de la luz: culto del sol de Akhenaton, o del fuego en los Magos de Mesopotamia, “que la luz se haga” de la Biblia o el Sura de la luz en el Corán. En todas las sabidurías, la revelación suprema se llama “iluminación”, porque lleva en ella su propia evidencia, como la Luz.
Sólo podemos retener a nuestros acercamientos lo que en cada uno de ellos hay de original e incluso de insólito con respecto a su propia tradición. No podemos ocuparnos más que de tres aspectos:
La comunidad en el objetivo.
El paralelismo de los caminos.
La analogía de la forma de expresión.
La Comunidad de objetivo
“En viva llama”, “la vida beatífica que consiste en ver a Dios”.
Son estas formulaciones clásicas de la tradición, pero San Juan de la Cruz va mucho más allá: el Dios del que busca la unión no es el “ser necesario”, el motor inmóvil de Aristóteles, del que se puede demostrar su existencia por vía demostrativa como lo hizo Santo Tomás de Aquino.
San Juan dice más atrevidamente: “cuando el alma se une a Dios ella es Dios por participación” (Viva Llama II, p. 969). El vuelve a tomar la fórmula tres veces: “el alma se convierte en Dios por una participación de su naturaleza y de sus atributos” (id. III, 980). Y aun (id. p. 1030): “ella sólo hace uno con El”, y de cierta manera es Dios por participación.
Se trata de audacias que se permitían los Padres de la Iglesia, cuando, por ejemplo, San Clemente de Alejandría escribía: “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios”. (Protéctico I, 8, 49). Si hoy aun la iglesia ortodoxa hace frecuentemente referencia a esta visión, ella es menos frecuente en la teología católica y menos aun en el siglo XVI español.
Es sin embargo el centro de la mística de San Juan de la Cruz. El alma se une a Dios, no para contemplar su ser sino para participar en su acto: “el alma, dice (Viva Llama, II, 968), tiene sus operaciones en Dios a causa de su unión con El; vive pues de la vida de Dios”. “Ella está transformada en Dios (913), habiendo completamente dado su consentimiento a todo lo que Dios quiere, la voluntad de Dios y la del alma, sólo hacen uno” (III, 990). Las acciones humanas se han hecho divinas (La subida, I, 5, p. 47).
Así pues, lo que, en San Juan de la Cruz está en el límite de la ortodoxia de su tiempo, es el eje mismo de la visión de Ibn al-‘Arabi.
Lo Uno que quiere alcanzar Ibn al-‘Arabi no es lo Uno de Parménides y de la tradición griega, ni siquiera lo Uno de Plotino. Rompe con toda la tradición occidental desde Sócrates.
Sócrates había operado la primera secesión filosófica de Occidente. La sabiduría oriental había permanecido viva con los presocráticos. Vivían en Asia Menor en contacto con las culturas de Oriente, sobre todo de Irán y de la India, que no separaban al hombre de la naturaleza y de Dios (incluso cuando Dios sólo se llamaba para ellos el “Todo”).
“Ser uno con el Todo” enseñaba Tao. “Tú eres eso”, decían los sabios indúes, que testimonia la identidad suprema entre el yo y el Todo.
A partir de Sócrates, la filosofía occidental aísla al hombre de la naturaleza y de Dios, y centra su reflexión en el hombre. Aristóteles no vuelve a encontrar a la naturaleza más que como objeto y a Dios como necesidad racional.
Ibn al-‘Arabi es el retorno a la unidad original (ittihad), la de la naturaleza del hombre y de lo divino. La unidad viva en la cual la naturaleza no pertenece al hombre, sino el hombre a la naturaleza. Esta naturaleza y este hombre participan en el acto divino de una creación siempre nueva. En seis ocasiones en el Corán se dice que Dios comienza la creación y la recomienza.
San Juan de la Cruz, sobre este punto, estaba obligado a la prudencia para no ser acusado de poner en duda la parábola tradicional de la creación. Santo Tomás de Aquino llega hasta el límite de la contestación de una creación en el tiempo cuando retoma la tesis de San Agustín (Confesiones, libro XI) según la cual la creación no está en el tiempo sino el tiempo en la creación.
En cuanto a la unidad de la acción del hombre con la de Dios, Ibn al-‘Arabi se refiere a una tesis ya constante en el Corán: “No eres tú quien lanza la flecha cuando la lanzas, es Dios” (VIII, 17). Ibn al-‘Arabi vuelve a tomar incansablemente esta palabra de Dios invocada por un “hadiz” querido de los sufis: “el que me ama no cesa de aproximarse a Mí hasta que yo lo amo, y cuando Yo lo amo, Yo soy el oído por el cual oye, la vista por la que ve, la mano con la que trabaja y el pie con el que avanza”.
Esta experiencia de la unidad del hombre y de Dios, para Ibn al-‘Arabi es la de todo hombre, ya que no hay hombre, ni además ninguna realidad, que exista separada de su principio, es decir, del todo.
Ni Dios ni este mundo son reales separadamente; el hombre no puede ser sin Dios ni Dios sin el hombre.
Ibn al-‘Arabi rechaza a la vez a Avicena y a Ghazali porque los dos han querido probar un Dios que existiría antes de toda relación con aquel del que Él es el Dios.
Dios y el hombre no forman ni dos ni uno.
Si hicieran dos, Dios no sería Dios pues nada puede ser medianera de lo infinito. Y el hombre no sería hombre sino un ser finito, limitado a él mismo, como un objeto para quien no ve en él un signo sino una cosa. Si ellos formaran uno, el Todo sería sólo una adición y una suma de partes. Esta continuidad entre lo finito y lo infinito, es el panteísmo. Y recíprocamente, tomar lo parcial por el todo, es la idolatría.
Más allá de estas confusiones especulativas nacidas de una razón mutilada, reducida al ejercicio del concepto, existe la experiencia viva del “tawhid”: la del “adwaïta”, de la “identidad suprema” del yo y del todo; la de la Trinidad cristiana del plenamente hombre y plenamente Dios. Ibn al-‘Arabi, que ve en Jesús el “sello de la santidad”, no reprocha al cristiano que diga que Jesús es Dios sino que sólo atribuya a Jesús esa “identidad suprema”.
Decir: “Quien me ha visto ha visto a Dios”, para los sufis y sobre todo para Ibn al-‘Arabi, no implica una Encarnación excepcional, sino la visión de una persona “teofánica”. Pues sólo podemos conocer de Dios lo que nos revela un hombre abandonado a la voluntad de Dios.
Las polémicas tradicionales, hace varios siglos, entre moriscos y cristianos, que trataban esencialmente sobre la Encarnación y la Trinidad, nacieron de formulaciones prestadas al lenguaje de la filosofía.
La Trinidad no es, en esta perspectiva, una propiedad exclusiva de los cristianos, sino su manera propia de expresar la estructura de toda realidad espiritual con su dimensión cósmica,
su dimensión humana y su dimensión divina. No es extraña al Islam a condición de no pretender encerrarla en el lenguaje y la filosofía de los griegos (homoousios) que la hace inaccesible a cualquiera que no acepte las nociones de “esencia” (ousia) o de “hipóstasis”. En otro lenguaje más universalmente humano, Ibn al-‘Arabi, (como Ruzbehan de Shiraz) dice de Dios que es: “La unidad del amor, del amante y del amado”.
San Juan de la Cruz sólo emplea el término de Trinidad una vez al principio (II, 30) de la “Subida” (p. 272), para decir de manera tradicional “lo que Dios es en el mismo, .... la revelación del misterio de la Muy Santa Trinidad y la Unidad de Dios”.
Pero él vive profundamente esta estructura trinitaria, no solamente de Dios sino del mundo, cuando él evoca la unidad de Dios y del hombre de la que Jesús, en su abandono total a la voluntad de Dios es el modelo supremo. No solamente él piensa como Santo Tomás, que “considerando en la criatura la creación no es más que su relación con Dios” (Suma teológica, I ap. p. 46), sino que no ve, igual que Ibn al-‘Arabi, realidad verdadera más que en Dios, es decir, con fórmulas tan abruptas que todas las traducciones francesas, por celo de “ortodoxia”, han falsificado su pensamiento. El escribe: “Dios y su obra es Dios” (Pensamientos de Amor 1198, donde “Dios es todo” (Dios es todo) V.I.I..., “En aquella posesión siente ser todas las cosas de Dios”. Son las fórmulas mismas de Ibn al-‘Arabi: “Todo no es más que El... El es la realidad de todo lo que existe” (Sabiduría de los Profetas). “El verbo de Noé” (p. 61).
El Dios del Evangelio no está separado. No es solamente trascendente, como en la Thora. Está encarnado.
Ibn al-‘Arabi y San Juan de la Cruz tienen aun esto en común: no dudan en romper con todo lo que hay de literalismo y de formalismo en sus comunidades respectivas; Ibn al-‘Arabi evocando en sus “Iluminaciones de la Meca” la llegada del “Mahdi” el maestro del final de los tiempos, dice que serán enemigos los que sigan ciegamente a los “ulemas” (los doctores de la ley), que pretenden poseer el monopolio de la interpretación (ijtihad), porque verán que el Mahdi juzgará de una manera diferente.
San Juan de la Cruz dice, casi en los mismo términos: “gran número de los hijos de Israel no entienden más que al pie de la letra la palabra y las profecías de sus profetas... El espíritu Santo revela muchas cosas a las que le otorga un sentido diferente del que los hombres comprenden” (Subida...II, 17 p. 202-206).
El paralelismo de los caminos.
Para alcanzar su propósito, la unión viva con el Dios vivo, el paralelismo de su camino es sorprendente y comporta dos aspectos:
Una renunciación, una extinción del “yo” (fana), dicen los sufis musulmanes, “purificación” dicen los místicos cristianos para dejar en nosotros todo el espacio para Dios.
Una teología negativa, para no confundir Dios con lo que no es El: las imágenes o las ideas que nos hacemos sobre El.
Su concepción de la renunciación es tan semejante que a menudo se confundirían sus formulaciones. Cuando Ibn al-‘Arabi evoca el poema de Hallaj: “que en mi muerte esté mi vida”, se está evocando el poema de San Juan de la Cruz: “Muero de no morir”. Morirse a sí mismo para dejar todo el sitio a Dios es el principio mismo de su camino. Hacer el vacío en “mí”, para descartar todo obstáculo al influjo del infinito, tal es, para Ibn al-‘Arabi, la vía real para abrirse a la presencia de Dios.
San Juan de la Cruz nos designa el mismo camino: un vacío total con respecto a todo lo creado (Subida....I, 3 p.) “abrirlos solamente para Dios” (Cántico espiritual, Estrofa 10, p. 735). Mientras que para Ibn al-‘Arabi, como en la revelación coránica, cada ser es un signo de Dios y nos lo designa.
Del mismo modo que es en el libro del amor humano donde se descifra el amor divino, como lo escribía el sufí persa Ruzbehan de Shiraz, cada realidad terrestre es una “teofanía”.
Así pues, ocurre que San Juan de la Cruz llega a tomar expresiones de Ibn al-‘Arabi cuando dice de las criaturas: “Cada una de ellas canta, a su manera, al Dios que está en ella” (Cántico Espiritual. Estrofa 14, p. 768). De la misma forma que Ibn al-‘Arabi ve la tierra de Dios “abrirse en la sonrisa de sus flores”.
Esta ruptura tan poco frecuente ¿no es, en San Juan de la Cruz, una reminiscencia de la visión del mundo de los sufis (y que tiene su fuente en el Corán) donde cada criatura, como cada versículo de un libro sagrado, es un signo (ayat), un lenguaje que Dios nos habla?
Pero San Juan de la Cruz no admite este doble pasaje y esta reciprocidad de la criatura que nos designa a Dios, y de Dios que da un sentido a cada realidad particular cuando es captada en su relación a Dios. “El alma, dice (Viva Llama cap. IV, p. 1039), conoce a las criaturas por Dios, y no a Dios por las criaturas”.
A nivel del conocimiento se vuelve a encontrar, en San Juan de la Cruz, el mismo dualismo en su teología negativa; cada etapa de la subida hacia Dios es una negación y un rechazo:
Noche de los sentidos, a la vez liberación del deseo (Noche oscura III, 13 p. 540) y purificación de lo sensible en el conocimiento.
Noche del espíritu, que es desapego del concepto parcial como la noche de los sentidos era desapego de la sensación: “La noche del espíritu, que es la fe, priva de toda luz al entendimiento y a los sentidos” (Subida... II explicación de la segunda estrofa p. 15).
Noche de la fe, aquella donde se opera la maravillosa trasmutación de las tinieblas en luz, San Juan de la Cruz cita el Salmo 138, vers. II: “La noche será mi Luz”. La fe permanece nocturna: “La fe... es un hábito... oscuro” (Subida II, 3 p. 102).
Pero esta noche, como en Ibn al-‘Arabi y en Sohravardí, es de otro orden. La luz sin sombra sería invisible. Resumiendo en este punto el pensamiento de Ibn al-‘Arabi, su lejano discípulo, el emir Abd el-Kader escribe: “La luz absoluta no puede ser percibida más que en la oscuridad absoluta”.
San Juan de la Cruz dice, en la misma vía, que el alma: “Si ella quisiera ver a Dios, por sus fuerzas naturales, caería en una ceguera más profunda que la que abre los ojos para contemplar el resplandor del sol” (Subida... II, 3 p. 106).
“Esta luz de la fe es para el alma como una oscuridad profunda” (Subida... II, 2 p. 58).
“Es en la oscuridad de la fe donde Dios se encuentra escondido” (Subida... II, 8 p. 133).
San Juan de la Cruz retoma aquí la visión taoísta del “no-saber”: “El alma que quiere unirse a la sabiduría de Dios, dice él, debe pasar por el no-saber” (Subida... I, 4 p. 40).
Este camino en la noche, noche de los sentidos y noche del espíritu, llega a esta “aurora” (Subida II, 1 p. 299). Pues la fe en un Dios trascendente no puede alcanzarse ni por la percepción sensible ni por las demostraciones de la inteligencia. La fe es del orden de la revelación más allá de las tinieblas de los sentidos y del entendimiento (Noche oscura I, 4 p. 556). Porque si ella los descubriera por la percepción sensible o el razonamiento demostrativo “esto no sería ya la fe” (Subida...II, 5 p. 115).
La fe es del orden del postulado “no se debe nunca estar en una seguridad completa” (Subida II, 20 p. 241).
Cuando el entendimiento actúa no se aproxima a Dios,.... es por la fe y no por otro medio que uno se une a Dios” (Viva Llama, estrofa 3, p. 1007).
A diferencia de Ibn al-‘Arabi, San Juan de la Cruz no reconoce un privilegio a la imaginación. Lo asimila a la fantasía, a una memoria del mundo de los sentidos o a un juego de imágenes, mezcla de lo sensible y del entendimiento.
Mientras que Ibn al-‘Arabi, sin desconocer la existencia (y las artimañas), de esta “Loca del hogar” (como decía Pascal), acerca la primacía a una imaginación creadora (en el sentido en que Kant hablara más tarde de una imaginación trascendental, constituyente). En su ruptura con la concepción tradicional de Aristóteles y de la filosofía occidental, él rechaza, como lo hará San Juan de la Cruz, el considerar lo sensible y la inteligencia como “datos” cuyo conocimiento sólo sería el reflejo (siendo entonces la verdad definida por la “adaequatio rei et mentis”, la correspondencia del espíritu con las cosas). No se trata de circular dócilmente por la cuneta tradicional entre las dos paredes intocables, pretendidamente “dadas”, de lo sensible y de lo inteligible. Sino al contrario, de reconocerlos por lo que son: pasos como mucho, polos extremos de una sola y misma actividad viva de la imaginación que puede distenderse hacia lo particular, o condensarse en concepto para sintetizar conjuntos y manipularlos.
La imaginación no es un “mezcla” de sensible y de inteligible; ella es su matriz común, de la misma forma que es la matriz común del sujeto y del objeto.
Las percepciones sensibles y los conceptos por los cuales limitamos, en la continuidad de lo real total (naturaleza, hombre y Dios) objetos para responder a nuestras necesidades provisionales, son construcciones puramente humanas, mientras que Ibn al-‘Arabi, igual que Sohravardi y más tarde Sadra Mollah llaman “imaginación” o “mundo imaginal” a la experiencia misma de nuestra continuidad con Dios y su incesante creación, por la cual vivimos esta presencia activa de Dios en nosotros.
Ibn al-‘Arabi llama imaginación a esta participación en el acto incesantemente creador de Dios.
La imaginación es, en el hombre, el órgano de la creación ya se trate de creación artística, de descubrimiento científico o técnico, de amor o de sacrificio, que hacen de nosotros colaboradores de la obra divina en su creación contínua. Siendo la imaginación, no abstracción, como el concepto, sino “la manifestación del sentido” (Iluminaciones de la Meca, p. 290) y, el órgano, en el hombre de la creación continuada de Dios, Ibn al-‘Arabi considera que “la voluntad creadora del hombre es una voluntad creadora de Dios”.
Pero a este Dios, cuya presencia queda atestiguada por la acción del hombre, sólo podemos reconocerle porque queda manifestado por la acción de un hombre totalmente abandonado de Dios.
Analogía de las formas de expresión.
Por una aparente paradoja, es en el uso de la imaginación en lo que San Juan de la Cruz llama a esta “teología amorosa y mística” (Noche Oscura III, 12 p. 600), que en el momento de su más grande divergencia, sus caminos se juntan.
Ciertamente, San Juan de la Cruz no otorga a la imaginación la significación “ontológica” que le reconoce Ibn al-’Arabi como participación en el “mundo imaginal” de la “creación siempre nueva de Dios”, sino que él le confiere un papel “pedagógico”, que ilustran magníficamente sus poemas para expresar por imágenes y analogías una experiencia de Dios irreductible a las precepciones de los sentidos como a los conceptos del entendimiento. Para él, como para Ibn al-‘Arabi, un Dios trascendente sin común medida con todos nuestros medios de conocer, no puede ser ni percibido, ni concebido (aun menos “demostrado”), sino designado por los símbolos y las metáforas del poema o de las otras artes. Es significativo que todos los tratados de San Juan de la Cruz sobre el itinerario hacia Dios: “La Subida al Carmelo”, “El cántico Espiritual”, “La Noche Oscura”, “La Viva Llama”, están todos precedidos de un poema cuya obra sólo es el comentario. Ibn al-‘Arabi, también él gran poeta de la “teología mística y amorosa”, para expresar el amor bajo su forma más elevada, indivisiblemente divino y humano, escribía su maravilloso poema “el intérprete del ardiente deseo” (Tarjuman al Ashwaq) y hacía su comentario.
Tanto para uno como para el otro, la teología, la palabra humana sobre Dios, sólo puede ser poética, sugestión de una realidad trascendente e indecible, inefable, en el lenguaje que emplean los hombres en sus relaciones con las cosas y con los otros hombres.
En Ibn al-‘Arabi la poesía, expresión de la actividad creadora de la imaginación, es un modo de conocimiento, de participación en el “mundo imaginal” (alam al-mithal) de la creación siempre nueva de Dios. Ella nos permite vivir la presencia de Dios en nosotros cada vez que cumplimos un acto creador.
San Juan de la Cruz estima que “todo lo que el entendimiento puede conocer, todo lo que la voluntad puede desear, todo lo que la imaginación puede inventar, no tiene parecido ni común medida con Dios” (Subida... II, 7 p. 129). Las imágenes que el alma puede producir: “quitar a Dios toda la atención que ellas dan a la creación” (Subida III, 11, p. 338). El dualismo permanece; y sin embargo, comentando uno de sus poemas, dice: “el alma se sirve de una metáfora para mostrar el estado de cautividad en que ella estaba” (Subida... I, 15, p. 89) reencontrando así un procedimiento que remonta en la tradición judeo-cristiana, en el “Cántico de los cánticos”, donde el amor humano es interpretado como “metáfora” del amor divino, aunque no sea, como en Ibn al-‘Arabi, la forma inferior sino ya anunciadora de un amor pleno, divino.
San Juan de la Cruz, así como Ibn al-‘Arabi, distingue perfectamente, en este procedimiento analógico, la imagen del ídolo. El subraya que puede haber “mucha vanidad y alegría frívola” (Subida III, 34, p. 43) en el uso de las imágenes piadosas, de los retratos de los santos, o en las ceremonias devotas: “hay, dice él, muchas personas que se complacen más en la pintura y en los adornos de estas imágenes que en el sujeto que representan” (ibídem). Sin embargo no es iconoclasta. El “culto de las imágenes puede despertar la devoción” (ibídem). Ciertamente “para algunos la imagen se ha convertido en un “ídolo” (ibídem p. 431) pero el hombre verdaderamente piadoso va de la imagen al sentido, del ídolo al icono que hace visible lo invisible, sugiriéndolo por la mediación de la belleza, como esta imagen viva que lleva él mismo, es decir, Jesús crucificado”, (ídem, p. 432).
El poeta, el pintor y el músico que era San Juan de la Cruz (del que Salvador Dalí orquestará varios siglos después, este dibujo de la cruz inclinada sobre el mundo con todo el peso de su angustia) sabe escuchar el canto divino en la oración silenciosa de las cosas o, como lo dice Ibn al-‘Arabi: ver, descubrir, a través de cada ser, el acto que lo ha creado.
Su “Cántico espiritual” utiliza así toda la gama de los elementos: la tierra, el agua, el aire, el fuego y la belleza de las estrellas y de las flores, como un solo bosque donde se puede oír el canto de las alabanzas de Dios (Cántico: comentario de su cuarta estrofa, pp. 710-771) en estos “signos” de su pasaje (ídem p. 714).
Esta búsqueda en el arte de una presencia y de un sentido que sobrepasa la obra, nos lleva a un tema mayor de la espiritualidad de Ibn al-‘Arabi que lee, en la belleza de una mujer, una anunciación de una teofanía, una iniciación a otra belleza que la sobrepasa y anima, y de hecho el intermediario de un amor más total, como la Beatriz de Dante su guía a través de los cielos, como Leilah (este nombre que significa “la noche” y que guía hacia la luz). Sin establecer una tal continuidad ontológica, San Juan de la Cruz resalta la simbología conyugal. Comentando un verso de su poema: “Estando llena de angustia e inflamada de amor” (Subida... I, 14 p. 87) él recuerda la exigencia de la superación de lo parcial “para superar... la atracción de todas las criaturas... necesita los ardores más vivos del amor más profundo” (ídem).
El poema que precede a este comentario nos da la clave de este procedimiento: “Cuando os detenéis en una realidad particular, cesáis de abandonaros al Todo” (ídem, p. 86).
“Este amor se encuentra en este alma como una viva llama” escribe San Juan de la Cruz (Viva Llama, explicación de la primera estrofa, p.918).
Sin renunciar a su dualismo, San Juan de la Cruz entra así en resonancia con el tema melódico mayor de la gran sinfonía espiritual de Ibn al-‘Arabi; el papel motor y creador del amor, de este amor del que Dante dirá, en el último verso de su Divina comedia: “que mueve el cielo y las otras estrellas”.
Y para concluir, podríamos resaltar cuan obvia es la actualidad de esta doble y única enseñanza de Ibn al-‘Arabi y de San Juan de la Cruz; en un mundo como el nuestro, que ha perdido su centro y su sentido, despertar en nosotros lo que Ibn al-‘Arabi llamaba ya: “la huella de la totalidad”, la voluntad profunda de vivir la unidad del mundo que sólo ella puede dar a nuestra vida personal y a nuestra común historia su sentido y su belleza.
Notas:
* Caro Baroja, “Los moriscos del reino de Granada” (Madrid 1976, p.46. Aunque una serie de ordenanzas, sobre todo la de 1367, prohíba el uso de la lengua árabe y la posesión de libros árabes, y que en 1570 sea decretada la deportación de los árabes de Granada al resto de Esp
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