Rûzbehân de Shîrâz por Henry Corbin
martes, mayo 24, 2016
Para representarnos la trayectoria de esa vida, y sobre todo para ver nacer sus primicias, disponemos de un documento excepcional. En obra titulada Kashf al-asrâr (El desvelamiento de los secretos), Rûzbehân nos dejó su propio Diario espiritual con el relato de sus etapas místicas y sus experiencias visionarias. Felizmente, dos de sus manuscritos han llegado hasta nosotros.
Tales documentos son raros; habría que traer a colación aquí una obra similar de Nâjm Kûbrâ, algunos relatos místicos de Sohravardî o las confesiones extáticas de Mîr Dâmâd. En Occidente, se ofrecería un término de comparación en el Diarium spirituale del gran místico visionario Emmanuel Swedenborg. Semejantes textos, que son fuentes de un valor inapreciable para la fenomenología de la mística, no nos autorizan en absoluto a hablar de esquizofrenia; lejos de eso, lo que distingue entre otras cosas al místico auténtico es la conciencia que diferencia con una lucidez perfecta los acontecimientos vividos por él en el estado intermedio y los que entran en la trama de la normalidad cotidiana.
La redacción de esta obra, tan rica en temas de meditación y de éxtasis, fue provocada por la demanda de un amigo que había preguntado a Rûzbehân sobre sus inicios en la vida espiritual. "Tenía yo quince años -escribe en respuesta a ese amigo al principio del libro- cuando se produjo en mi corazón el comienzo de esas cosas misteriosas. Tengo ahora cuarenta y cinco. ¿Cómo recuperar desde entonces, oh amigo mío, lo que se te escapa, a saber, los secretos de mis revelaciones místicas y las condiciones sutiles en las que viví mis experiencias visionarias? No obstante, evocaré para ti algunas cosas que me fueron desveladas en los días de mi pasado". Rûzbehân reúne entonces sus recuerdos lejanos: "Nací entre ignorantes, entre personas que eran víctimas de la inconsciencia y el error, groseras y vulgares, semejantes a asnos que huyen asustados ante un león (Corán 74, 51). Contaba tres años de edad cuando surgió esta pregunta en mi corazón: ¿dónde está tu Dios y el Dios de las criaturas? Ocurrió que teníamos una mezquita al lado de nuestra casa. Cierto día, vi allí a unos jóvenes y les pregunté: ¿Conocéis a vuestro Dios? Ellos me respondieron: se dice que no tiene pies ni manos. Efectivamente, había oído decir a sus padres que el Dios Altísimo está desprovisto de miembros y de órganos. Pero habiendo planteado esta pregunta, he aquí que me sentí trastornado de emoción y me puse a correr. Me sucedió algo parecido a los resplandores del recordar y a las repentinas vislumbres que se abren en la meditación, pero, claro está, entonces no podía comprender verdaderamente lo que sucedía. Cumplí los siete años. Entonces mi corazón se prendó de la práctica del dhikr, es decir, la letanía reiterada de una fórmula de meditación libremente elegida o bien transmitida por un shaykh. Emprendí la búsqueda de mi secreto (sirr) e hice su aprendizaje".
Sirr, "secreto": éste es uno de los términos característicos de la psicología del sufismo; designa el órgano más sutil. Podemos traducirlo, más o menos exactamente, por "conciencia subliminal", o, mejor, por "transconciencia". En realidad, cuando se pronuncia la palabra, el sufí piensa en lo que es el alma del alma (jân-e jân), el "amado interior" (mashûq-e bâtin), que es en efecto su secreto más personal, la qibla, el centro de orientación de sus deseos más íntimos.
"Más tarde -prosigue Rûzbehân- nació en su corazón el amor de ardiente deseo ('ishq), y sentía que mi corazón se fundía en este amor. Todo ese tiempo lo pasé en una profunda nostalgia, pues mi corazón se hundió entonces en el océano del recuerdo de mi preexistencia eterna y en el olor de los perfumes del mundo celestial. Más tarde, surgieron en mí las bruscas intuiciones de éxtasis fugitivos, sin conmoción física, aunque una cierta dulzura invadía mi corazón, mientras las lágrimas brotaban de mis ojos. No comprendía lo que me sucedía; no percibía más que mi memoración de Dios en el presente".
De etapa en etapa, entre los doce y los quince años, podemos seguir el progreso del joven muchacho destinado a ser un gran shaykh sufí. Aparece un rasgo, característico ya de una espiritualidad que percibe en el misterio de la belleza la teofanía (tajallî) por excelencia: "En aquella época -escribe Rûzbehân- veía a todos los seres como transfigurados en hermosos rostros, y mientras se me presentaban así, su belleza me inspiraba el gusto por los retiros meditativos, los salmos confidenciales (monâjât), las prácticas de devoción y las visitas a los santuarios más eminentes de los shaykhs sufíes". Por otra parte, en el alba de la adolescencia, a los quince años, tiene lugar una serie de acontecimientos decisivos, como la iniciación espiritual personal que Rûzbehân no debe a ningún maestro de este mundo. Aparece en su conciencia la aspiración característica del sufismo: verificar mediante una experiencia mística personal el testimonio de la experiencia profética. Una voz interior sugiere al adolescente que es un profeta nabî (no, ciertamente, un nabî morsal, un profeta enviado, y menos aún enviado con un Libro, sino un nabî sin más). Él se declara incompetente: el estado de nabî es incompatible, piensa, con las imperfecciones que supone un cuerpo de carne. Se anuncia ya el acontecimiento interior que decidirá toda su vida. Observémoslo bien: el joven Rûzbehân ignora todavía todas las dificultades teológicas que se han acumulado alrededor del tawhîd, la profesión de fe que enuncia la concepción monoteísta del islam. Sería todavía incapaz de enunciar la diferencia entre el tawhîd exotérico, el monoteísmo tal como lo entiende la religión oficial y legalitaria, y el tawhîd esotérico, el "teomonismo" tal como lo comprende experimentalmente la teosofía del sufismo. Y sin embargo, como ya ha encontrado la vía de su secreto personal, el alma de su alma, la experiencia decisiva se presentará como un primer enfrentamiento con el temible problema.
Una noche, después de la cena, deja y casa y se dirige hacia cierto punto del desierto que rodea Shîrâz, con la intención de realizar all´ñi sus abluciones para la oración. "Súbitamente -escribe- escuché el sonido de una voz dulce. Mi conciencia íntima (sirr) y mi ardiente deseo (shawq) se sobresaltaron. Grité: ¡Eh! ¡Hombre de la voz, espérame! Subí a una colina próxima y me encontré en presencia de un personaje de gran belleza, como la apariencia de los shaykhs sufíes. Yo era incapaz de decir nada. Él mismo pronunció algunas palabras referentes al tawhîd. No comprendía, pero experimentaba simultáneamente una gran angustia y un amor insensato". El joven se queda así una parte de la noche en el desierto, fuera de sus sentidos. Después vuelve a su casa, donde permanece "hasta la mañana -dice- presa de emoción y de inquietud, con suspiros y lágrimas. [...] Después, me sosegué. Me pareció que esto había durado horas y horas". Una hora más permanece sentado, meditando. Luego, cediendo a la violencia de la emoción, se levanta, hace un paquete con todas sus cosas, que arroja a un rincón, y se va al desierto. "Estuve en ese estado, escribe, durante año y medio, nostálgico, estupefacto, transportado de emoción. Cada día estaba marcado por grandiosas visiones de éxtasis y por las visitaciones repentinas de los mundos invisibles. En el curso de esas visiones, los cielos y la tierra, los desiertos y las plantas, todo se me aparecía como luz pura. Luego, conocí un cierto sosiego".
Estos "toques divinos" que le suceden desde la infancia, esa aptitud visionaria de transfigurar los seres y las cosas en rostros de belleza, esa capacidad emotiva que excede ampliamente los límites conocidos por la psicología corriente, todo lo que configura la persona de Rûzbehân, está ya presente en el adolescente.
En el curso de una visión en la que todo el universo se le aparece como una luz resplandeciente, sobreabundante, inmensa, escucha desde el centro de esa luz una voz divina que le llama siete veces en lengua persa: "¡Oh Rûzbehân! Yo te he elegido para ser un Iniciado, un 'Amigo' (walâyat), te he escogido para el amor, tú eres mi Amigo. No cedas al temor, no cedas a la tristeza, pues yo soy tu Dios y cuido de ti en todo cuanto te propones". Secuencia, pues, notable: como para sugerirnos que la noción sufí de iniciación espiritual (walâyat) debe ser lo que es en el pensamiento director y fundamental del chiismo, he aquí que esta mención encuentra su prolongación en otra visión donde se pronunciará el nombre del I Imam, Alî ibn Abî-Tâlib. "Aquella vez -escribe Rûzbehân- me pareció en mi visión que yo estaba en la montaña del Oriente, y había allí un grupo de ángeles. De Oriente a Occidente había un mar inmenso; no veía nada más. Entonces los ángeles me dijeron: "Entra en el mar y nada hasta Occidente". Entré en el mar y empecé a nadar. Cuando llegaba al poniente del Sol, a la hora de su ocaso [...] vi un grupo de ángeles en la montaña de Occidente. Estaban resplandecientes por el fulgor del sol poniente. Me gritaron: "Nada, no tengas miedo". Cuando finalmente llegué a la montaña, entre ellos, me dijeron: "Nadie había cruzado este mar antes que tú, aparte de Alî ibn Abî-Tâlib".
Cuando nos preguntamos sobre las relaciones iniciales y las conexiones esenciales entre sufismo y chiismo, no debemos olvidar nunca el alcance implícito de este testimonio. Al mismo tiempo aprenderemos también tal vez algo sobre la identidad del misterioso personaje cuya hermosa aparición al caer la noche, en el repliegue de una colina, en el desierto de los alrededores de Shîrâz, provocó en el joven Rûzbehân el choque decisivo. Esta peligrosa travesía hasta el Occidente del Sol, en los confines de la región de las Tinieblas, nos recuerda algo: uno de esos relatos-arquetípicos de los que la experiencia de Rûzbehân debe ser considerada a su vez como una ejemplificación notable. Sin duda la evocación del Imam nos sugiere el progreso del alma penetrando en la noche del sentido esotérico de las Revelaciones (el bâtin-e nobowwat) para encontrar allí la luz de su resurrección. Pero hay, como en sobreimpresión, el tema de la Búsqueda de la Fuente de la Vida, el Agua de la inmortalidad, que encuentra aquel que tiene el valor de afrontar las Tinieblas, búsqueda cuyas figuras legendarias son Alejandro, que se extravía, y Khezr, que la alcanza. ¡Khezr (Khadir)! El misterioso profeta que tan pronto forma pareja con el profeta Elías, como se identifica con él, como también, en algunos chiitas, se identifica con el "Imam oculto". Superior a los profetas legisladores (es incluso el iniciador de Moisés, sura 18), su papel en el sufismo es de la mayor importancia; de siglo en siglo, su presencia se transparente desde el mundo del Misterio; él es el maestro personal de todos aquellos que no tienen iniciador ni maestros terrenales. Un discípulo de Khezr, como Rûzbehân, como Ibn 'Arabî, como tantos otros, es un sufí que, anteriormente a todo contacto con un maestro humano, a toda filiación histórica terrenal que pasa por sucesivas generaciones humanas, recibe su filiación directa de aquel que reconocieron como su único maestro todos aquellos que no han tenido maestro humano. La filiación, la iniciación por Khezr, tiene pues un significado transhistórico, y por ella la religión mística escapa a toda posible socialización; es un acontecimiento que se realiza, como un comienzo absoluto, en el tiempo psicoespiritual puro, el tiempo en el que vemos al joven Rûzbehân vivir en estado visionario su experiencia iniciática.
Todo indica que Rûzbehân reconoce al misterioso personaje que una primera vez había provocado su emoción a propósito del tawhîd, en la persona de Khezr, al que encuentra después.
Todavía en su adolescencia, en una época, nos dice, en que era aún ignorante de las altas ciencias teosóficas, encuentra a Khezr en el curso de una de sus visiones. Khezr le da una manzana, diciéndole: "Cómela entera, pues es la cantidad que yo he comido". El símbolo es transparente: Rûzbehân debe convertirse iniciáticamente en lo que el propio Khezr es. "Y me pareció -dice- que, desde el Trono hasta las Pléyades, había un mar inmenso; no veía nada más. Era semejante a la irradiación del Sol. Entonces mi boca se abrió a mi pesar y en ella entró todo el contenido de aquel mar de luz; no quedó de él una sola gota que yo no hubiera absorbido". La llegada de Khezr a la Fuente de la Vida se ejemplifica aquí con fidelidad en el caso de su discípulo, por el que es vivida como la absorción de un Agua de luz. Por esta iniciación, Rûzbehân alcanza el "Khezr de su ser". Existe un vínculo esencial entre la idea del maestro espiritual personal, el personaje de Khezr, y la idea del Gemelo celestial, Spritus rector (en el maniqueísmo), el "Testigo en el Cielo" de que habla Najmoddî Kubrâ, el Yo espiritual transcendente, nuestro yo en "segunda persona", aquel que hay que entender en la célebre sentencia: "Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor".
Realizar experimentalmente esa frase es, en efecto, esto: ser discípulo de Khezr, alcanzar el "Khezr de tu ser", el "alma de tu alma". Otra visión con la que acabaremos nuestra breve investigación referente a la iniciación espiritual de Rûzbehân nos lo confirmará: dos personajes le acogerán, y a él le parecerá que es él mismo a su propia imagen y semejanza. Pero hay más. Llegado a esa etapa de iniciación, Rûzbehân se convertirá en uno de los siete Abdâl. Éste es otro término técnico; se refiere a un grupo de personas que forman la cúspide de una jerarquía mística invisible, determinada únicamente por el estado espiritual de sus miembros y que asume una función fundamental en el esoterismo sufí. Esta jerarquía esotérica comprende un número determinado de personas (360, por ejemplo, que corresponde a los 360 grados de la Esfera, pero hay muchas variantes y amplificaciones), que se sustituyen unas a otras para asumir sucesivamente el mismo papel tutelar y que constituye como un plano de permanencia histórica; están repartidas tanto en los intermundos como en nuestro mundo terrenal, invisiblemente, y no son conocidas, y de manera excepcional, más que por un pequeño número. Tienen por centro al Sabio perfecto, el "Polo de los Polos" (en términos chiitas, el "Imam oculto"). Un tratado de Rûzbehân nos enseñará enseguida lo que quieren decir los teósofos del sufismo cuando afirman que si esas personas y el Polo de los Polos llegaran a dejar de existir, cosa imposible, todo nuestro mundo se abismaría en una catástrofe definitiva. En pocas palabras, la idea de esta jerarquía mística, así como su composición, se relacionan a la vez con la imamología chiita y con un simbolismo astronómico muy antiguo, es decir, una Imago mundi de la que el mundo astral y el mundo espiritual son dos ejemplificaciones homólogas. Es lo que nos enseñará la visión ejemplar en el curso de la cual Rûzbehân se siente promovido al rango de los Abdâl. Visión ejemplar, pues encontramos en ella todos los temas arquetípicos que cabría esperar. Hay, en primer lugar, un rito de ascensión interior, símbolo conocido de todos los rituales de iniciación. La totalidad de las criaturas se le revelan a Rûzbehân reunidas en una casa. Sin embargo, hay un muro y no puede llegar hasta ellas. Sube entonces a la terraza de su propia casa y allí ve, con la apariencia de su propia persona (rasgo significativo de la iniciación en la conciencia de sí mismo), a dos shaykhs muy bellos que le sonríen y que por su aspecto parecen ser sufíes. Observa una marmita colgada, bajo la cual arde un fuego sutil y puro, sin humo, alimentado por hierbas olorosas.
Uno de los dos shaykhs coge un mantel, lo despliega; aparecen algunos panes de trigo puro y una escudilla de graciosa forma. Rompe uno de los panes en la escudilla, y luego vierte en ésta el contenido de la olla: "Era -dice nuestro místico- como una especie de aceite, pero muy sutil, de una naturaleza completamente espiritual". Después, los tres juntos consumen una especie de comida de comunión.
Este ceremonial de iniciación vivido en el estado visionario lleva así consigo el anuncio de acontecimientos perfectamente reales, pero que se realizan en el plano de una realidad distinta a la realidad física e histórica material. Y la escena termina aportando a Rûzbehân la revelación de que él pertenece ya a esa jerarquía mística cuya estructura se corresponde con las configuraciones celestiales. Uno de los dos shaykhs le pregunta: "¿Sabes lo que había en la olla?". No, no lo sabe. "Era -le dice el shaykh- aceite de la Osa Mayor que habíamos recogido para ti". "Cuando salí de mi visión -declara Rûzbehân- medité sobre estas palabras, pero no fue sino al cabo de un cierto tiempo cuando comprendí que aludía a los siete 'polos' (aqtâb) del pleroma celestial (Malakût), y que Dios me había concedido la substancia pura de su grado místico, a saber, el rango de los Siete que están repartidos invisiblemente por la faz de la tierra". Entonces Rûzbehân tomó la costumbre de contemplar todas las noches las siete estrellas de la constelación; le parecen siete orificios, los "siete orificios del Trono", y "he aquí que una noche -dice- vi que estaban abiertos, y vi a Dios, que se me manifestaba por esos orificios. '¡Dios mío!', grité, '¿qué es esto?'. Y Aquel que sobrepasa toda comprensión me dijo: 'Yo me manifiesto a ti por estas aberturas, ellas forman siete mil umbrales hasta el umbral del sublime pleroma angélico (Malakût). Y he aquí que me muestro a ti por todas a la vez".
Habría que meditar atentamente los cientos de visiones que conmemora este Diarium spirituale para penetrar hasta el secreto de su amor apasionado por la belleza, de su adoración extática ante los rostros de belleza, pues esos rostros ya los ha contemplado en otro mundo: son los espejos donde se le muestra la Belleza preeterna. En este secreto, se origina en él el sentido de la anfibolía (iltibâs) de lo visible, la multiplicación de los símbolos que descifra sin caer nunca en la trampa. Vive en contacto cotidiano con el mundo celestial, en una intimidad que le revela sus suntuosos esplendores, la magnificencia de seres de dulzura que permanecen invisibles a la percepción común: ángeles adornados de una belleza a la vez tierna y sobrehumana, profetas, huríes, jardines y músicas celestiales, un mundo de una belleza que nuestra imaginación apenas puede concebir. Y, como dominante, los repetidos esplendores de auroras enrojecidas, la profusión de jardines de rosas, rosas blancas y rosas rojas, umbrías de rosaledas, la Presencia divina fulgurante en el resplandor de una rosa roja. El tabique opaco, el muro de duda que se interpone para el común de los hombres entre esta vida y el más allá, entre el mundo de la tierra y el mundo del Ángel, se elucida para Rûzbehân hasta la perfecta transparencia. Dos figuras, por ejemplo, obsesionan en general al creyente devoto: Nâkir y Monkir, los dos ángeles que deben ir a buscarle e interrogarle a la tumba. Pero he aquí que en el curso de una de sus visiones, Rûzbehân ve, en una clara anticipación, a Nâkir y Monkir como dos jovencitos, bellos y graciosos músicos, tocando el rabel en la cabecera de su propia tumba, y le dicen: "Estamos enamorados de ti. De esta manera vendremos a buscarte a la tumba". "Entonces -dice Rûzbehân- todo temor se desvaneció en mí".
De aquí en adelante está investido de una iniciación espiritual plena que no debe a ningún maestro humano. Puede entonces partir en busca de su familia espiritual en la tierra. Se siente cada vez más atraído por la compañía de los sufíes. De Shîrâz, cuando cuenta aproximadamente veinte años, vuelve a Pasâ, su país natal; encuentra allí al que fuera entonces su primer shaykh, su primer guía humano. Luego se preocupa por adquirir una formación regular en las ciencias tradicionales, y aquellas obras cuyos manuscritos han llegado hasta nosotros testimonian que no había descuidado en absoluto el ciclo de los estudios teológicos. Después, emprende los largos viajes que normalmente implican la formación de un sufí: a Kermán (sudeste de Irán), a Iraq, el Hidjâz, estando marcada su estancia en La Meca por un acontecimiento memorable. A pesar de la detallada biografía que redactó su bisnieto, es difícil establecer una cronología precisa. Por lo demás, el interés fundamental para nosotros es su establecimiento definitivo en Shîrâz. Al salir de la gran conmoción espiritual de su juventud, había deseado vivir en un khângâh (se designa así un "alojamiento" de sufíes o "priorato"); fue de uno a otro. Este deseo no podía quedar plenamente satisfecho más que por la fundación de su propio khângâh. Lo hizo construir en Shîrâz cerca de la puerta Khadâsh ibn Mansûr, en el año 560 de la Hégira (1164/1165), el mismo año en que nacía en Murcia, Ibn 'Arabî, uno de los mayores teósofos místicos de todos los tiempos, y el día del aniversario de la proclamación de la Gran Resurrección de Alamut un año antes. Existen sincronismos extraordinarios.
Durante más de cuatro generaciones, el khângâh de Rûzbehân iba a ser para Shîrâz un foco de vida espiritual, un centro de sufismo de considerable importancia. Allí llegaban gran número de discípulos de todas las regiones. Por eso, lo mejor que podemos hacer para seguir la vida y enseñanza de Rûzbehân de Shîrâz es leer sus libros. No nos faltan testimonios de amigos y discípulos directos que nos hacen conocer ciertos rasgos de su aspecto externo. Uno de ellos, por ejemplo, nos dice que el rostro de este amante místico era de una extrema belleza, belleza tal que bastaba mirarlo para sentirse apaciguado y consolado. "Sobre su frente luminosa -se nos dice- aparecía la huella de la intimidad divina, y el resplandor interior de su persona se hacía visible en ese reflejo". Desde esta perspectiva se nos muestra también todo el sentido de una anécdota que todos los biógrafos han repetido uno tras otro. La primera vez que Shaykh Rûzbehân se dispone a subir al púlpito para cumplir la función de predicar que asumió durante muchos años en Shîrâz, escuchó a una madre que daba este consejo a su hija: "Hija mía, ponte el velo, no muestres tu belleza a nadie, no sea que se convierta en objeto de desprecio". Entonces, Shaykh Rûzbehân se detuvo y dijo: "¡Oh mujer! La belleza no puede soportar ser secuestrada en la soledad; todo su deseo es que el amor se una con ella, pues en la preeternidad, la belleza y el amor intercambiaron juramento de no separarse jamás".
Es lógico que un ser tan emotivo fuera también músico y adoptase una actitud positiva con respecto a la práctica del concierto espiritual (samâ') que muchos otros sufíes, como sabemos, tuvieron por sospechoso. Rûzbehân fue un adepto ferviente hasta los últimos años de su vida. Pero a partir de un momento ya no tuvo necesidad de la mediación de los sonidos sensibles; percibía lo inaudible en una pura música interior. Ésa es la razón que dio a un amigo que le preguntaba por las razones de su abstención: "En lo sucesivo -dice- Dios mismo es en persona el oratorio que escucho; me abstengo de escuchar cualquier otro concierto salvo él mismo".
Cabía esperar que cuando a Rûzbehân, nostálgico sin consuelo en su exilio, le llegó el momento de volver "a casa", sus últimas palabras vibraran con resonancias imprevisibles. Al final de su vida, fue alcanzado por una especie de hemiplejía. La enfermedad, lejos de inspirarle la preocupación de buscarle remedio, parecía no despertar en él más deseo que hacerla irremediable. Uno de sus discípulos, sin decirle nada, viajó de Shîrâz a El Cairo y obtuvo de los tesoros reales cierta cantidad de bálsamo destinado a curar al Shaykh. A su vuelta a Shîrâz, es recibido con estas palabras: "Hijo mío, que Dios recompense tu buena intención. Pero ahora, ve a la puerta del khângâh. Allí hay tendido un pobre perro sarnoso; fricciónale con ese bálsamo, tal vez le siente bien. Pero sabe que el sufrimiento de Rûzbehân no lo alivia ningún bálsamo de este mundo. Es una cadena de entre las cadenas del amor la que Dios ha sujetado firmemente a sus pies, y permanecerá con él hasta el momento en que llegue la felicidad del encuentro". Dos amigos van a verle la misma víspera de su partida: su cuñado, el shaykh 'Alî Sirâj, y el shaykh Abû'l-Hasan Kardûyeh, que debía recitar las plegarias de los funerales dos días más tarde. Con la simplicidad y la certeza confiada que le daba la intimidad de toda su vida, Rûzbehân les dice: "Sí, venid pues. Salgamos juntos de los lazos de esta existencia corporal evanescente y entremos juntos en la existencia espiritual, eterna e imperecedera". Los dos amigos aceptan el pacto. "¡Bien! -les dice Rûzbehân- yo soy el guía que os precede. Tú, oh 'Alî, me seguirás en el plazo de un mes, y tú, Abû'l-Hasan, quince días después de mi partida".
Así sucedió; Shaykh Rûzbehân murió al día siguiente, 15 Moharran de 606 (1209); sus dos amigos se reunieron con él, fieles a la cita, en los plazos que les había indicado.
El shaykh fue enterrado en un recinto contiguo a su khângâh, allí donde varios de sus descendientes debían luego descansar a su lado. Y he aquí, para cerrar este esbozo biográfico, otro ejemplo de amistad extraña que tiende un lazo entre esta vida y el más allá. El diálogo de una salmodia póstuma que nos transmite corresponde tal vez, para nosotros, a los fenómenos que interesan a la parapsicología; esto no invalida en nada la testificación del hecho realmente vivido. Un amigo y discípulo, el shaykh Abû Bakr ibn Tâher Hâfez, quedó particularmente inconsolable por la partida de Rûzbehân. Él mismo nos lo relata: "Todas las mañanas, a la aurora, procedíamos, Shaykh Rûzbehân y yo mismo, a la recitación alterna del Corán; él salmodiaba una decena de versículos, y yo la decena siguiente. Cuando se fue, me sentí angustiado y atenazado por la tristeza. Al final de la noche, me levantaba y procedía a la oración. Después, iba a sentarme a la cabecera de su tumba, y allí comenzaba la recitación del Corán, mientras corrían mis lágrimas, por la angustia que experimentaba al quedarme solo, separado de él. Ahora bien, ocurrió que una mañana súbitamente escuché la voz del shaykh; me parecía que salía de la tumba y recitaba conmigo, por decenas alternadas, los versículos del Libro. Esto duró hasta la hora en que los compañeros se reunieron; entonces, la voz se interrumpió. Pero el mismo hecho se repitió los días siguientes, y sucedió así durante algún tiempo. Pero un día se lo confié a un amigo; desde entonces, no volví a escuchar la voz". Nosotros, por nuestra parte, podemos hoy, tal vez, escuchar otra voz: la del reproche. ¿Qué ha sucedido con el santuario de Rûzbehân en el curso de los siglos? Durante cuatro generaciones, los shaykhs de su familia hasta Rûzbehân III continuaron haciendo de su khângâh el centro espiritual de Shìrâz. Uno de ellos realizó ampliaciones considerables; los discípulos siguieron afluyendo.
Sin ni siquiera insistir en la difusión de la orden ruzbehaní (tarîqat rûzbehâniya fuera de Irán), mencionemos que gracias a un comentarista de Hâfez, Sûdî, sabemos que el gran poeta místico de Shîrâz se relacionaba, por uno de sus shaykhs, aquel que designa como Pîr-e Golrang, con esa orden ruzbehaní, por una afiliación que desemboca en el propio hijo de Rûzbehân. No es pues solamente por su común mística de amor y su intrepidez malamatí, sino también por una filiación precisa, por lo que establecemos el vínculo entre las dos grandes figuras espirituales Rûzbehân y Hâfez. En el siglo VIII de la Hégira (siglo XIV), sabemos por el triple testimonio de Jonayd Shîrâzî, Ibn Battûta y Hamdollah Mostawfî, que el santuario de Rûzbehân era entonces uno de los más reputados de Shîrâz. Cada miércoles, se celebraban allí predicaciones, acompañadas de devociones especiales.
Luego, en el siglo XIII de la Hégira (siglo XIX), encontramos un estado de cosas completamente deteriorado. Los escritores iraníes dan la voz de alarma. Mirzâ Hosayni Fasâ'î (compatriota de Rûzbehân) en su Fârs-Nâmeh y Forsat-e Shîrâzî en su 'Athâr-e 'Ajam, no ocultan su indignación: el santuario ha sido abandonado; incluso ocupantes abusivos han instalado allí un establo; se roban a escondidas las piedras y los ladrillos. El devoto y santo sufí Ma'sûm 'Alî Shâh va allí en peregrinación, y en su gran libro del sufismo, tras haber deplorado la triste situación, escribe: "¡Que Dios ayude a aquéllos cuya generosidad puede hacer posible restaurar este edificio!". Así se comprende, sin duda, la importancia de la noticia a que me refería al principio de la charla. Pero nos seguimos preguntando: ¿es eso suficiente? ¿Bastan las reparaciones de urgencia para honrar "en el presente" la persona y el recuerdo de aquel que fue en Shîrâz un precursor de Hâfez? Así como en la época de Ibn Battûta el peregrino se dirigía espontáneamente hacia el santuario de Rûzbehân, es necesario que el viajero cultivado de nuestros días pueda encontrar el camino, no sólo al memorial de Hâfez, al memorial de Sa'di, a la Madrasa Khân, donde enseñaba en el siglo XVII el gran filósofo Mollâ Sadrâ, sino también a otros más cuyo recuerdo podría hacer reaparecer la ciudad de Shîrâz, que tan fecunda fue en grandes figuras espirituales.
Fuente: Henry Corbin, El Imam Oculto, Editorial Losada, Madrid, España, 2005, páginas 42 a 50.
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