SORAVARDÎ Y LA FILOSOFÍA DE LA LUZ por Henry Corbin

jueves, julio 03, 2014



La restauración de la sabiduría de la antigua Persia.

1.1 Nuestros más recientes estudios nos ponen en condiciones de valorar en su justa medida la importancia de la obra de Shihâboddîn Yahyâ Sohravardî, designado habi­tualmente como shaykh al‑Ishrâq. Su obra se sitúa, en una topografía imagina­ria, en un cruce de caminos. Sohravardî dejó este mundo justa­mente siete años antes que Averroes. En el mismo momento, pues, en que, en el Islam occidental, el «peripate­tismo árabe» encon­traba su última expresión en la obra de Averroes —circunstan­cia que los historiadores occidentales, víctimas de una lamen­table confu­sión que les ha llevado a identificar «filoso­fía» y «filo­sofía de Ave­rroes», han interpretado durante mucho tiem­po como el final de la filosofía del Islam—, en Oriente, en Irán con­cretamente, la obra de Sohra­vardî ilu­mina el nuevo camino por el que pensadores y espiritua­les han transi­tado hasta nues­tros días. Hemos sugeri­do ante­rior­mente que las razones que lleva­ron al declive y la desapa­ri­ción del «avice­nismo latino» son la mis­mas que, por el contrario, motivaron la per­sisten­cia del avice­nismo en Irán, de cuyo horizonte jamás estará ausente, de un modo o de otro, la obra de Sohra­vardî. 

2. La figura de Sohravardî (que no debe confundirse con sus homónimos sufíes, 'Omar y Abû'l‑Najîb Sohravardî) ha que­dado engalanada para nosotros por los seductores encantos de la juventud, pues su trágico destino le arrancó en la flor de la vida de sus inmensos proyectos: 36 años (38 años luna­res) con­taba en el momento de su muerte. Había nacido en el 549/­1155, en el noroeste de Irán, en la antigua Media, en Sohra­vard, ciudad todavía flo­re­ciente en el momento de la tempestad mon­gol. Muy joven aún, inició sus estudios en la ciudad de Merag­heh, en Azerbaidján, marchando posterior­mente a Ispahán, en la zona central de Irán, donde debió en­contrar muy viva la tradi­ción avicenia­na. Pasó después algunos años en el sud­este de Anato­lia, donde recibió una inmejorable acogida por par­te de algunos príncipes seldyúcidas de Rum. Final­mente, se diri­gió a Siria, de donde ya no regresaría. Los doctores de la ley enta­blaron un proceso contra él, cuyo sentido aparecerá al final de esta reseña. Nada pudo salvarle de la venganza del fanático Salâhaddîn, el Saladino de las cruzadas, ni siquiera la amistad que unía a Sohravardî con su propio hijo, al‑Mâlik al‑Zahîr, gobernador de Alepo, que también sería más tarde amigo íntimo de Ibn 'Arabî. Nuestro joven shaykh murió de manera misteriosa en la ciudade­la de Alepo, el 29 de julio de 1191. Sus biógrafos le designan habi­tualmente como el shaykh maqtûl (asesinado, ejecutado). Sus discípulos pre­fieren decir Shaykh shahîd, el shaykh mártir.
3. Para captar globalmente el sentido de su obra, hay que prestar atención al tema que nos propone el título del más importante de sus libros: Hikmat al‑Ishrâq, El libro de la teosofía oriental, una «teosofía orien­tal» que consistirá en el intento deliberado de resuci­tar la sabi­duría de la antigua Persia. Hermes, Platón y Zo­roastro‑Zaratus­tra son las grandes figuras que dominan esta doctrina. Por una parte está, pues, la sabi­duría herméti­ca (ya Ibn Washîya reco­gía una tradición que se refería a los Ishrâqîyûn como clase sacerdotal que tenía su origen en la hermana de Hermes); por otra, la conjun­ción entre Platón y Zoroastro, conjunción que se manifestará en Occidente, en los albores del Rena­ci­miento, en la obra del filóso­fo bizan­tino Gemistos Plethon, y que es ya un rasgo caracte­rístico de la filosofía irania del siglo xii. 
Ahora bien, es preciso señalar el contenido específica­mente sohravardiano de las nociones de «Oriente» y de «teoso­fía orien­tal». Hemos evoca­do anteriormente el proyecto de una «sa­biduría» o «teo­sofía oriental» en Avicena. Sohra­vardî es per­fecta­mente cons­ciente de la relación que, en lo que a este punto atañe, le une con su ante­cesor. Conocía los «cuadernos» que se suponía conservaban lo que habría sido la Lógica de los orienta­les, y conocía también los fragmen­tos que habían sobre­vivido del Kitâb al‑Insâf (cf. supra, V, 4). Pero hay más. La idea de «Oriente», tal como aparecía en el relato avicenia­no de Hayy ibn Yaqzân, es tam­bién la suya. Sohravardî conocía perfec­tamente este hecho, y al elaborar, siguiendo el ejemplo de Avice­na, sus rela­tos simbólicos de iniciación espi­ri­tual, elo­gió el texto aviceniano, pero seña­lando que su propio «Re­la­to del exilio occidental» encuentra su punto de parti­da allí donde se detiene el relato de Avicena, afirmación que resulta parti­cularmente elocuente. Lo que a Sohravardî le dejaba insa­tis­fecho en el relato simbólico de Avicena se co­rres­ponde con lo que también le dejaba insatisfe­cho en los frag­men­tos didác­ti­cos. Ciertamente, Avicena había ela­bora­do el proyecto de una «filosofía oriental», pero, por una razón deci­siva, su proyec­to estaba destinado al fracaso. Es pues al estudio de su pro­pio libro a lo que el shaykh al‑Ishrâq invita a todo aquel que quiera ini­ciarse en la «sa­bidu­ría oriental». Por razones que no es posible desarrollar aquí, la oposición que en otro tiem­po se quiso establecer entre una filosofía «oriental» de Avi­cena y una filosofía «iluminativa» de Sohravardî, no des­cansa­ba sino en un conocimiento insu­fi­ciente de los textos (cf. infra).
Explica Sohravardî que la razón por la que Avicena no podía llevar a cabo su proyecto de una «filosofía orien­tal», es que ignoraba el principio, la «fuente oriental» misma (asl mashriqî), lo único que realmente podía autentificar la condi­ción de «orien­tal». Avicena no conoció esta fuente, que tiene su origen en los sabios de la antigua Persia (los Khosrowa­ni­das), y que no es otra que la teoso­fía, la sabi­duría divina por exce­lencia. 

Había entre los antiguos persas —escribe nuestro shaykh— una comuni­dad que estaba dirigida por Dios; por Él fue­ron conduci­dos sabios eminentes, muy distintos de los Magu­seos (Majûsî). Es su elevada doctrina de la Luz, doctri­na de la que, además, es testi­go la experiencia de Pla­tón y sus prede­cesores, la que he resucitado en mi libro ti­tu­lado Teoso­fía oriental (Hik­mat al‑Ishrâq), proyecto para el que no he tenido predecesores.
Así le ha juzgado su posteridad espiritual: Sadrâ Shîrâzî habla de Sohravardî como del «dirigente de la escuela de los orien­tales» (mashriqîyûn), «que resucitó las doctri­nas de los sa­bios de Persia referidas a los principios de la Luz y las Tinieblas». Esos «orientales» son calificados al mismo tiem­po de «platónicos». Sharîf Gorgânî se refería a los ishrâqîyûn o mashriqîyûn como «aquellos filósofos que tienen por maestro a Platón». Abû'l‑Qâsim Kâzerûnî († en 1014/1606) afirma: 
Así como Fârâbî renovó la filosofía de los peripatéti­cos, y por esta razón mereció ser llamado Magister secundus, igual­mente Sohra­vardî resucitó y renovó la filosofía de los ishrâqîyûn en numerosos libros y tratados. 
Muy pron­to, el contraste entre orientales (ishrâqîyûn) y peri­pa­téticos (mashshâ'ûn) adquirió carta de naturaleza. «Pla­tóni­cos de Persia», será pues, la denominación más apropiada para esta escuela, una de cuyas carac­terísticas es la inter­pretación de los arqueti­pos pla­tónicos en los térmi­nos de la angelología zo­roastriana.

4. Sohravardî desarrolló este pensamiento directriz en una obra de notable extensión (49 títulos), si se tiene en cuenta la brevedad de su vida. Su núcleo está formado por una gran tri­logía dogmática, tres tratados en tres libros cada uno, que comprenden Lógica, Física y Metafísica. Todas las cuestio­nes del programa peripatético son tratadas ahí, y ello por dos motivos fundamentales: primero, a título de propedeú­tica, pues una sólida formación filosófica es necesaria para cualquiera que quiera adentrarse en la vía espiritual. Si es cierto que quienes retroceden ante ésta podrán sentirse satis­fechos con la enseñanza de los peripatéticos, a los otros les es necesa­rio separar la verdadera teosofía de todas las discu­siones inúti­les con que tanto los peripatéticos como los mota­kallimûn, los escolásticos del Islam, han atesta­do la vía. Si a lo largo de estos tratados brilla aquí y allá el pensa­mien­to profundo del autor, es siempre en referencia al libro al que introdu­cen, el libro que encierra su secreto, Kitâb Hikmat al‑Ishrâq. En torno a la tetralogía formada por este último y los tres prece­dentes, se organiza todo un conjunto de opera mino­ra, obras didácticas de menor extensión, en árabe y en persa. Este conjunto queda completado por el ciclo caracte­rístico de los relatos simbóli­cos a los que ya se ha hecho alusión; estos últimos están en su mayor parte redactados en persa y, confor­me al plan de pedago­gía espiritual del shaykh, propor­cionan algu­nos de los temas esen­ciales de meditación prepara­toria. El conjun­to está corona­do por una especie de Libro de horas, com­puesto por sal­mos e invocaciones a los seres de luz.

El conjunto de su obra procede de una experiencia per­sonal de la que el autor da fe haciendo alusión a la «con­ver­sión acaecida en su juventud». Había comenzado asumiendo la defensa de la física celeste de los peripatéticos, limitando las Inte­ligencias, los seres de luz, al número de diez (o de cincuenta y cinco). Fue este universo espiritual cerrado lo que vio esta­llar en el curso de una visión de éxtasis, en la que se le mostró la multitud de aquellos «seres de luz que con­templaran Hermes y Platón y aquellas irradiaciones celes­tia­les, fuen­tes de la Luz de Gloria y de la Soberanía de Luz (Ray wa Kho­rreh), anunciadas ya por Zaratustra, hacia las que un arro­bamiento espiritual raptó al rey muy fiel, el bienaven­tu­rado Kay Khos­raw».

La confesión extática de Sohravardî nos remite así a una de las nociones fundamentales del zoroastrismo: la Xvarnah, la Luz de Gloria (en persa, Khorreh). Y a partir de este punto debemos intentar recomponer brevemente la noción de Ishrâq, la estructura del mundo que ésta plantea y la forma de espiri­tua­lidad que determina.

2. El Oriente de las Luces (Ishrâq).

1. Al reunir las indicaciones facilitadas por Sohravardî y sus co­mentadores inmediatos, se constata que la noción de Ishrâq (sustantivo verbal que designa el esplendor, la iluminación del sol al levantarse) se muestra bajo un triple aspecto: 1) La sabiduría, la teosofía, cuya fuente es el Ishrâq, puede enten­derse como la iluminación y reve­lación (zohûr) del ser, y, a la vez, como el acto de la conciencia que, al desvelarla (kashf), provoca su aparición (de hecho, un phainomenon). Así como el término designa, en el mundo sensible, el es­plen­dor de la maña­na, el primer resplandor del astro, así también remite, análo­gamen­te, al instante epifánico del conocimiento en el cielo inte­ligible del alma. 2) En consecuencia, se en­tenderá por filoso­fía o teosofía oriental una doctrina fun­dada en la Pre­sen­cia del filósofo en la aparición matutina de las Luces inte­li­gi­bles, en la efusión de sus auroras sobre las almas separa­das de sus cuerpos. Se trata, pues, de una filoso­fía que postu­la la vi­sión interior y la experien­cia mística, de un conoci­miento que, originándose en el Orien­te de las Inteligen­cias puras, es un conocimiento oriental. 3) Puede también entenderse este término como designa­ción de la teoso­fía de los orientales (Ishrâqîyûn, como equivalente de Mashriqîyûn), entendiendo por ello la de los sabios de la antigua Persia, no sólo en razón de su localización sobre la superficie de la tie­rra, sino porque su conocimiento era oriental, en el senti­do de estar fundado en la revelación interior (kashf) y en la visión mística (moshâhadat). Además, tal era también, según los ishrâqîyûn, el conocimiento de los antiguos sabios grie­gos, a excepción de los discípulos de Aristóteles, que se apoyaban únicamente en el razonamiento discursivo y en la argumentación lógica.

2. En consecuencia, nuestros autores nunca consideraron la opo­sición artificial que pretendió esta­blecer Na­llino entre lo que, según él, habría sido una «filosofía iluminativa», la de Sohravardî, y una «filosofía oriental», la de Avicena. Los términos ishrâqîyûn y mashriqîyûn son utiliza­dos indistin­ta­mente. Sería necesario fundir los dos términos en uno y decir «orien­tal‑ilumina­ti­va», en el sentido de que es oriental por ser ella misma el Oriente del cono­ci­miento (algu­nas expre­sio­nes surgen espon­táneamen­te, como, por ejemplo, Auro­ra consur­gens, Cognitio matuti­na, en relación a este punto). Para des­cri­bir ese conocimiento, Sohra­vardî se remite a un período de su vida en el que se sentía agobiado por la necesidad de re­solver el problema del conocimiento, sin conseguirlo. Cierta noche, en un sueño vi­sionario, o en algún estado inter­me­dio, se le apa­reció Aris­tó­teles, con quien mantuvo un controvertido diá­logo. La crónica del mismo ocupa va­rias páginas en uno de sus li­bros (Talwîhât).

Pero el Aristóteles con el que conversara Sohravardî es un Aristóteles completamente platónico, al que nadie podría hacer responsable de las pasiones dialécticas de los peripaté­ticos. Su primera respuesta al buscador que le interroga, es ésta: «Despiértate a tí mismo». Comienza entonces una inicia­ción progresiva al conocimiento de sí, un conocimiento que no es ni el producto de una abstracción, ni una re‑presen­ta­ción del objeto por la mediación de una forma (sûrat), de una spe­cies, sino un Conocer que es idéntico al alma misma, a la subjetivi­dad personal o existencial (anâ'îyat), y que, en consecuencia, es, por esencia, vida, luz, epifanía, con­cien­cia de sí (hayât, nûr, zohûr, sho'ûr bi‑dhâti‑hi). Por oposi­ción al conocimiento representativo, tal como lo es el conoci­miento del uni­versal abstracto o lógico ('ilm sûrî), se trata de un conoci­miento presencial, unitivo, intuitivo, de una esen­cia absolutamente verdadera en su singularidad ontoló­gica ('ilm hodûrî ittisâlî, shohûdî), una iluminación presen­cial (ishrâq hodûrî) que el alma, como ser de luz, hace levan­tarse sobre su objeto; se le hace presente haciéndose presente a sí misma. Su propia epifa­nía a sí misma es la Presencia de esta presencia, y en esto consiste la Presencia epifánica u orien­tal (hodûr ishrâqî). La verdad de todo conocimiento obje­tivo es así re­conducida a la conciencia que el sujeto cognos­cente tiene de sí mismo. Así ocurre con todos los seres de luz de todos los mundos e inter­mundos: por el acto mismo de su con­ciencia de sí, se hacen presentes unos a otros. Así es para el alma huma­na, en la medi­da en que se libera de la ti­niebla de su «exilio occidental», es decir, del mundo de la materia sublunar. A las últimas pre­guntas del buscador, Aris­tóteles responde que los filósofos del Islam están infinitamente lejos de igualar a Platón. Después, viendo ocupado su pensamiento por los dos grandes sufíes Abû Yazîd Bastâmî y Sahl Tostarî (supra, VI, 2 y 5), le dice: «Sí, ellos son filosófos en el sentido verdade­ro». La «teosofía oriental» opera así la conjun­ción de la filo­sofía y el sufismo, en lo sucesivo insepara­bles.

3. Estos «esplendores de la aurora» nos remiten al Res­plan­dor primordial que constituye su fuente, y a la que alude Sohra­vardî cuando afirma haber tenido la visión que le descu­brió la auténtica «Fuente oriental». Es la «Luz de Glo­ria» que el Avesta designa como Xvarnah (en persa Khorreh, o bajo la forma parsi, Farr, Farreh) y que desempeña una función primor­dial en la cosmolo­gía y en la ange­lología del mazdeísmo. Es la majestad resplan­den­ciente de los seres de luz; es también la energía que cohesiona el ser de cada uno de los seres, su Fuego vital, su «ángel per­sonal» y su destino (la palabra ha sido traducida al griego tanto por Δξα como por Τυχή). Apare­ce en Sohra­vardî como irradiación eterna de la Luz de Luces (Nûr al-‑nwâr); su fuerza sobe­rana, al iluminar la tota­lidad del ser‑luz que de ella proce­de, se le hace eterna­mente pre­sente (ta­sallot ishrâqî). Es precisamente la idea de esa fuer­za vic­to­riosa, de esa «vic­torialidad» (en persa, pêrôzîh), lo que explica el nombre con que Sohravardî designa a las Luces sobe­ranas: Anwâr qâhira, Luces «victoriales», dominadoras, arcan­gélicas («michaelia­nas», cf. Michael como Angelus vic­tor).

Por esta «victorialidad» de la Luz de Luces, procede de ella el ser de luz que es el primer Arcángel, al que nuestro shaykh designa con su nombre zoroastriano de Bahman (Vohu Ma­nah, el primero de los Amahraspand o Arcángeles zoroastria­nos). La relación eternamente surgida entre la Luz de Luces y el Primer Emanado es la relación arquetípica entre el pri­mer Amado y el primer Amante. Esta relación se ejemplificará en todos los grados de procesión del ser, ordenando por pare­jas a todos los seres. Se expresa como una polaridad de domi­nio y de amor (qahr y mahabbat, cf. el neo‑Empédocles en el Islam, supra, V, 3, e infra, VIII, 1), o como la polaridad de ilu­mi­na­ción y contem­plación, de independencia (istighnâ') e indi­gen­cia (faqr), etc. Son éstas otras tantas «di­men­sio­nes» inte­ligibles que, en la composición resultante de la relación de unas con otras, des­bordan el espacio «bi‑dimensional» (de lo necesario y lo posi­ble) de la teo­ría aviceniana de las Inteli­gencias jerárquicas. Engendrándose unas a otras por sus irra­diaciones y reflejos, las hipóstasis de Luz al­can­zan lo innu­merable. Allende el cielo de los astros fijos de la astrono­mía peripatética o ptolomeica, se presienten innumera­bles univer­sos maravillosos. A la in­versa de lo que suce­derá en Occi­den­te, donde el desarrollo de la astronomía elimi­nará la ange­lología, aquí es la angelología la que arrastra a la as­trono­mía más allá del esquema clásico que la limitaba.

Fuente: Historia de la filosofía islámica, Henry Corbin, Editorial Trotta, Madrid, España, segunda edición 2000, págs. 189-195

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