Aunque los buses paren, la vida sigue. Por Mauricio Vallejo Márquez
martes, mayo 28, 2013
La calle amaneció con sorpresas. Las paradas de buses estaban llenas de gente, tanto que parecían mitines, reuniones. Los pocos buses que pasaban se detenía, y tras abrir las puertas decían: “cuesta $0.30 señores”. La gente se desbordaba en las gradas. Unas pagaban la nueva cifra, otros intentaban defender la legalidad del precio y tras un intercambio breve de palabras accedían a cancelar la tarifa impuesta por las gremiales de transporte. Lo importante era moverse, no quedarse esperando eternamente en las paradas.
Aún no son las 7:30 de la mañana, el sol delata que es mucho más temprano, porque apenas rasga el cielo, pero la gente ya dice con su ansiedad de que llegará como sea a sus empleos. Algunos hacen lugar en los pequeños espacios en las aceras, otros comienzan la caminata. Mientras en las calles pasan todo tipo de vehículos, pero buses no. Pasan los minutos y de vez en cuando abre las expectativas algún pick up o algún buen samaritano que se detiene en la parada y dice: “al Salvador del Mundo a cora”. Ninguno accede a subir al carro, los tiempos de inseguridad han acrecentado la desconfianza. Es seguro que la posibilidad de un secuestro exprés es posible, así que lo único seguro es que hay que esperar, aunque se llegue un poco tarde, pero llegar.
Pasan una, dos, tres cuatro unidades abarrotadas. No pasan seguidas, hay que esperar y mantenerse serenos, porque el paro es inminente. La gente quiere subir cómo sea, pero los motoristas ya de por sí se arriesgan a ser agredidos por las gremiales en paro, así que un riesgo más no es necesario. Los conductores ni se atreven a abrir las puertas, adentro ya no hay espacio ni para alfileres. Muchos autobuses y microbuses no han salido, están en paro y las gremiales amenazaron que iba a ser indefinido. Mientras El Salvador continúa. Ningún trabajador se ha detenido, siguen saliendo de sus casas y al trabajo, con excepción de algunos motoristas de buses. Ninguna empresa ha dicho que cerrará, que aumentará salarios, que los disminuirá. La vida sigue e incluso comienzan a surgir las ideas de que esos buses que han parado no son indispensables o que es urgente quitarles esa concesión, pasarla a otros más responsables e incluso nacionalizar el transporte, además de la posibilidad de reaperturar el servicio de tren u otros medios alternativos.
Sale un hombre de su casa, viste camisa manga larga a rallas, pantalón negro. Lleva una maleta que delata que trabaja para algún banco. Se detiene frente a un vigilante y en tanto observa a su alrededor pregunta:
-¿Sabés qué rutas están corriendo?
-Aquí sólo la 30-B –le contesta el vigilante mirándolo de reojo y lo releva con las miradas rumbo a la calle.
Comienza la procesión en busca del bus. Caminan más cuadras de lo habitual, pero no importa que las suelas de los zapatos se gasten, total se han levantado más temprano de lo habitual. Y aunque no llegaran como de costumbre a su meta, las escalas están aseguradas, al igual que la transpiración.
La parada está vacía. ¿Será posible que no hay buses, porque no pasa nada? Pero la duda se disipa cuando de la esquina surge el autobús blanco con rojo. Va lleno, pero no se puede esperar menos en estos días. Cada usuario comienza la danza de abrirse campo entre los que ya están ocupando espacio y van agarrados en los tubos y en las sillas. El aire se torna pesado, pero a pesar del cansancio y la transpiración se dibujan sonrisas. Ya están en camino.
Tres días de ingenio y aventura. Tres días con miradas cómplices en buses amarillos, algunas rutas decentes, pick ups y por supuesto los infaltables pies. La gente llega a sentirse cómplices de esta guerra en la que tres gremiales (AEAS, Fecoatrans y ATP) pretendieron darle de bofetadas a los usuarios, pero lograron despertar la incomodidad contra los buseros que por años dañan el medio ambiente y la integridad de las personas, con sus respectivas excepciones.
-Tomo la 30-B y me bajo en el Salvador del Mundo, de ahí agarró la 52 y llegó al Rosales. De ahí camino. Normalmente agarro la 46-C, pero esos no han salido. La vez pasada que agarré un bus amarillo nos siguieron unos motoristas de la 46 y nos aventaban ladrillos, así que para que arriesgar – comenta Emanuel, un trabajador de un negocio de la calle Arce.
Y al igual que Emanuel, miles de salvadoreños urgen de buses para llegar a sus trabajos. Algunos toman hasta tres, sin embargo el paro aún con todas las complicaciones no detienen sus vidas, y porqué debería, ¿acaso los compromisos se van acabar por eso? Muchos no han tenido reparo para caminar, y aún con todo llegan a tiempo, incluso más temprano, sudados pero llegan.
-En el trabajo muchos han marcado a las 7:30 de la mañana cuando lo normal es que entren a las 8:00. La verdad es que mis respetos – explica una empleada de una institución pública.
Siempre hay patronos que no logran dimensionar los sacrificios de la gente y son capaces de descontar las horas o el día. Pero así es nuestro país, un espacio que comparten justos e injustos. El paro ha sido el castigo para la gente, un desprecio a su condición. Golpeándolos con aumentos ilegales como si los usuarios no tuvieran familias, ni obligaciones que saldar. Total aquí nadie piensa en plural, el síndrome de azadón es la ley. Mientras se suplan las necesidades de unos no importan los de otros.
Y es que algunos jefes han pedido reportes para saber quienes llegan tarde. Pero al final del día el compañerismo se impone. La mayoría usamos transporte público. Quizá sería bueno que tuviéramos otras alternativas como en México: un metro o el tren. La verdad es que no se debería depender sólo de buses, sobre todo teniendo trenes, pero eso no está en nuestras manos.
El transporte público ha cambiado, sí es evidente. Después de viajar en las parrillas de los buses en la década de 1980, en pleno siglo XXI los buses aún parecen no transportar personas, sino ganado. Golpean sin misericordia, llevan puesto el radio a todo volumen, insultan e intimidan a los pasajeros y no les importa matar peatones, golpear vehículos y afectar a familias enteras.
La contaminación ha disminuido y quizá esa es la parte más positiva del paro. Esas inmensas nubes negras por las calles son escasas, aunque no extintas. La ausencia de esos armatostes de aluminio que oscurecen las calles de smog cesaron un tiempo, quizá el medio ambiente resienta más su regreso.
Las calles se tornan tranquilas y libres de buena parte del humo de los buses: la gente llegó a sus destinos. Mientras los motoristas, sus familias y los empresarios se manifiestan, queman llantas y hacen de todo para demandar más dinero. La población en cambio sigue laborando, sin protestar para mantener esos salarios que no aumentan a pesar de las alzas de precio en el combustible, en la canasta básica. Pasan sus ocho o más horas laborales por salarios mínimos, sin la esperanza de que lleguen a duplicarse. Deben sobrevivir y la experiencia les dice que no pueden detenerse, porque detenerse significa perder. Afuera el día comienza a ceder y salen, cansados, algunos exhaustos. Todavía la jornada no acaba, la Alameda Manuel Enrique Araujo está cerrada por tramos y los buses que necesitan no aparecen así que comienzan la marcha. Mujeres con zapatos de tacón alta van dándole ritmo con sus pasos, van rápido queriendo acortar distancias con dar zancadas para comenzar la lucha de ocupar lugar en los buses, porque al día siguiente también habrá que trabajar, por el mismo salario, pero trabajar porque la vida no para, aunque algunos empresarios de buses paren y ahora decidan suspenderlo pero habiendo dejado tres días de daños.
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