Avicenismo y situación filosófica por Henry Corbin
martes, enero 21, 2014
Tal vez pueda parecer ambicioso el
título que proponemos como encabezamiento para el presente trabajo de investigación, trabajo necesariamente limitado. No obstante, no se nos habría ocurrido afrontar esta tarea si no tuviésemos la esperanza
de poder contribuidor a un planteamiento más correcto de los problemas que se ponen de manifiesto en una primera aproximación al tema que así se formula.
Esta formulación puede entenderse en un doble sentido. Tenemos, por una parte, la situación filosófica del hombre, tal como la definió el sistema aviceniano, y, por otra, la situación de la propia obra naciancena en el pleroma de los sistemas filosóficos, tal como se le presenta al filósofo que, en nuestros días, centra en ella su meditación.
de poder contribuidor a un planteamiento más correcto de los problemas que se ponen de manifiesto en una primera aproximación al tema que así se formula.
Esta formulación puede entenderse en un doble sentido. Tenemos, por una parte, la situación filosófica del hombre, tal como la definió el sistema aviceniano, y, por otra, la situación de la propia obra naciancena en el pleroma de los sistemas filosóficos, tal como se le presenta al filósofo que, en nuestros días, centra en ella su meditación.
En lo que hace al primer punto,
habrán de considerarse los problemas tal como se le plantearon al propio
Avicena. En lo referente al segundo, habrá que reflexionar sobre los problemas que, por su parte, plantea el avicenismo como sistema constituido. En el
primer caso, ha de entenderse el pensamiento aviceniano como situativo:
sus premisas y su desarrollo definen propiamente un determinado cosmos y una
determinada situación de la existencia humana en relación a ese cosmos. En el segundo caso, es el cosmos aviceniano el que ha de tomarse como magnitud
que debe ser situada; la meditación deberá tratar de comprenderlo y
definir su situación en relación a todos los universos espirituales que el ser
humano ha llevado en sí mismo, expresados y desarrollados en forma de mitos, símbolos o dogmas.
Ahora bien, en el caso del
avicenismo, como en el de cualquier otro sistema, es el modo de presencia asumido por el filósofo en función del sistema que profesa el que aparece, a
fin de cuentas, como el auténtico elemento situativo de dicho sistema en
sí mismo considerado. Este modo de presencia queda frecuentemente disimulado
bajo un entramado de demostraciones didácticas y desarrollos impersonales.
Es eso, no obstante, lo que es necesario sacar a la luz, pues es lo que decide,
si no siempre sobre la autenticidad material de los motivos incorporados a la obra del filósofo, sí al menos sobre la autenticidad personal de sus motivaciones;
éstas últimas dan razón finalmente de los «motivos» que el filósofo aceptó o rechazó, comprendió o ignoró, llevó a la culminación de su sentido o, por el contrario, degradó hasta la insignificancia. Pero no suele ser frecuente que
el filósofo tome conciencia de su esfuerzo hasta el punto de que las construcciones racionales en las que se proyectó su pensamiento le revelen finalmente su
relación con el fondo más íntimo de sí mismo, de manera que entonces aparezcan como al trasluz las motivaciones secretas de las que no había sido consciente cuando proyectaba su sistema. Esta transparencia marca una ruptura de nivel en
el curso de la vida interior y las meditaciones. Las doctrinas elaboradas científicamente se revelan como una puesta en escena de una aventura más
personal. Las elevadas construcciones del pensamiento consciente se desvanecen
ante las luces no de un crepúsculo, sino más bien de una aurora, de la que
surgen las figuras desde siempre presentidas, esperadas y amadas.
El «Ciclo de los relatos visionarios»
de Avicena tiene precisamente ese sentido y ese alcance. Sitúan al hombre Avicena en el cosmos que el filósofo elaboró en un monumento tan imponente como es el «Kitâb al‑Shifâ'», así como en diversos tratados más, mayores o
menores. Estos relatos, que sustituyen la cogíamos por una dramaturgia, nos
garantizan la autenticidad de ese universo: son ciertamente el lugar de una
aventura personalmente vivida. Al mismo tiempo, dichos relatos parecen ofrecer una respuesta a la pregunta sobre dónde situar el avicenismo en el
pleroma de los sistemas filosóficos. En este sentido, hacen imposible relegarlo a un pasado definitivamente muerto y superado. Encierran una lección
imperiosa, la que tenemos que recoger cuando conjuntamente nos interrogamos,
filósofos de Oriente y filósofos de Occidente, sobre el significado del
avicenismo respecto a nuestro destino de filósofos, es decir, respecto a
aquello de lo que hacemos profesión en este mundo. El avicenismo ha tenido un
destino diferente en Oriente y en Occidente. Está representado en Irán por una
tradición que a través de numerosas vicisitudes se prolonga ininterrumpidamente hasta nuestros días. Esta tradición debe decidir su propia razón de ser
decidiendo su propio futuro. Y no podrá decidir sobre ese futuro en un sentido positivo más que con una condición, que la filosofía tradicional alimentada por motivos avicenianos no se adormezca en el ronroneo de las viejas fórmulas,
sino que sea capaz de afrontar de nuevo, por sus propios medios y en nuestro
mundo actual, la aventura espiritual afrontada en su momento por el propio
Avicena: esa aventura cuyo relato, o, más bien, cuyos relatos nos ha dejado, y
sin los cuales su obra correría el riesgo de no ser más que papel manchado de
tinta.
Los relatos que constituyen este
ciclo son tres: el «Relato de Hayy ibn Yaqzân», el «Relato del
Pájaro» y el «Relato de Salâmân y Absâl». Explicaré más adelante por qué
utilizo expresamente, el término «relato» y no simplemente «historia» o «narración»,
y menos aún «alegoría». No parece que se haya intentado hasta el momento meditar conjuntamente los tres trabajos, entendiéndolos como un «ciclo». Éste es el
propósito al que responde la presente publicación; nos basamos en su propio contenido para disponerlos como una trilogía. Da igualmente la impresión de
que apenas ha habido interés, hasta la fecha, en meditarlos específicamente en relación a la obra del filósofo en el sentido que enunciábamos al principio. Su «valoración» se ha resentido de ello. Sin embargo, no han sido
desconocidos. En el siglo pasado, el orientalista danés A.F. Mehren realizó
en este sentido una labor de pionero. No obstante, es posible que
las condiciones de la publicación en aquel momento den cuenta parcialmente de esa indiferencia. No se disminuyen los méritos de Mehren al constatar que si
él hacía accesibles, por vez primera, unos textos redactados en un árabe
difícil, la traducción francesa o el resumen en francés de que iban acompañados
tenían tales limitaciones que el posible esfuerzo por superar las aparentes
banalidades podía verse desalentado de antemano. Había que intentar comunicar al alma del lector occidental, de una forma completamente distinta, algo de la emoción, del acento de verdad y, en resumidas cuentas, del secreto de la experiencia personal de Avicena que estos relatos encierran.
Yo mismo me vi conducido hasta esta
empresa por un itinerario que tuvo su punto de partida no en la obra aviceniana, sino en una obra más tardía, la del maestro del Ishrâq Shihâboddîn
Sohravardî, muerto mártir en Alepo a los 36 años de edad, en 1191, víctima de la venganza de los doctores de la Ley. Por lo demás, estas dos obras dieron
conjuntamente al genio filosófico iranio su impronta más original. Del
pensamiento de estos dos maestros han vivido todos los filósofos que se fueron
sucediendo en Irán hasta nuestros días, pasando por el Renacimiento del que el
Ispahán de la época safávida fue sede y símbolo. Se acostumbra en Irán a
dividir a los filósofos en mashshâ'ûn, peripatéticos o discípulos de
Aristóteles, e ishrâqîyûn, teósofos del Ishrâq o del Oriente de las
Luces puras. Sin embargo, no se encontrará un ishrâqî que no sea
también en cierta medida, y por la naturaleza de las cosas, un aviceniano. Y, a
la inversa, sería difícil encontrar un aviceniano que no hubiera sido en todo
y para todo algo más que un peripatético. Es esta interrelación perpetua la
que permite considerar de manera concreta esta noción de «filosofía oriental»,
instaurada por Sohravardî pero ya precisada —esbozada sería un término que no
le haría justicia— en uno de los relatos avicenianos que más adelante traduciremos. Así considerada en la vida de las conciencias, la «filosofía oriental» de los dos maestros revela lo que ambos tienen en común mucho mejor
de lo que pudieran hacerlo las discusiones teóricas o las hipótesis que
pretenden suplir las obras perdidas. Pues las dos obras, las de uno y otro
maestro, ofrecen este rasgo común: al lado de tratados sistemáticos muy
densos, ambas contienen un ciclo de breves narraciones espirituales, relatos de iniciación interior, que marcan una ruptura de nivel con el plano en el que
se encadenan las evidencias sucesivamente desarrolladas en las exposiciones
teóricas. Habiéndonos embarcado en primer lugar en el estudio y la edición de
los relatos de Sohravardî, no tardó en planteársenos la pregunta de qué parte
de inspiración aviceniana encerraba, incluso manifestaba explícitamente, el
ciclo de los relatos sohravardianos.
El presente ensayo y las
traducciones con las notas que las acompañan espera aportar, especialmente
mediante el «Relato de Hayy ibn Yaqzân», algún elemento de
respuesta positiva a esa pregunta. Sin embargo, no me habría decidido a
presentar este trabajo más o menos esquemático si no se me hubiera solicitado
de forma particularmente insistente. Hace ya algunos años, en Estambul, en el
curso de una sesión de trabajo en la Biblioteca de Santa Sofía (Aya Sofia),
un afortunado error de anotación hizo que se me facilitara un manuscrito
completamente diferente del que yo había solicitado, que contenía la versión
persa y un comentario también en persa del «Relato de Hayy ibn Yaqzân».
El trabajo daba la impresión de ser antiguo y no parecía que nadie hubiera advertido
su existencia. En cualquier caso, significaba una contribución notable, si
no a la parte de su obra que el mismo Avicena redactara personalmente en
persa, sí al menos al Corpus aviceniano en lengua persa. Era al mismo
tiempo una invitación a retomar el estudio de los relatos avicenianos sobre
una base totalmente nueva, sin perder nunca de vista el nacimiento de esa
literatura de iniciación filosófica en prosa, a la que Sohravardî daría un
excepcional impulso mediante una decena de composiciones; una de ellas, el
«Relato del exilio occidental», tiene su punto de partida en el relato aviceniano
de Hayy ibn Yaqzân; otra es la traducción persa del «Relato del
pájaro». Sin embargo, la realización de este atractivo proyecto se habría
aplazado hasta la terminación de la edición del corpus sohravardiano
si una circunstancia solemne no hubiera venido a trastocar este orden.
La celebración del Milenario de
Avicena en Irán constituyó esa imperiosa circunstancia. A la amable invitación
de participar en ella con una contribución activa, la mejor respuesta era la
aportación de este testimonio inédito e importante de la presencia irania de
Avicena. El presente estudio recogerá, pues, el fruto prematuro de unas
meditaciones cuyo desarrollo hemos debido apresurar de manera un tanto
incómoda. Tal como lo hemos estructurado, la primera parte establece los
grandes temas que pueden mostrarnos la situación filosófica del hombre aviceniano
en el cosmos, y que nos hacen intuir las características generales del propio
universo aviceniano. Presenta sucesivamente la traducción de los tres grandes
relatos avicenianos. La segunda parte se dedica a la traducción íntegra del
comentario persa del relato de Hayy ibn Yaqzân, obra de un contemporáneo
de Avicena, próximo a él; quizá, como veremos, su fiel discípulo Jozjânî. Es
este texto el que se ofrece en la parte persa de esta obra. Finalmente, la
tercera parte reúne un número considerable de notas y glosas sobre el citado
relato, elementos de una construcción de conjunto que no hemos tenido tiempo
ni temeridad suficiente como para desarrollar en este primer ensayo.
Esbozamos más bien de manera sumaria
el aspecto bajo el que se nos presentan estos relatos, en la medida en que su
meditación puede ser fecunda para esa renovación de los estudios de filosofía
oriental en el mismo Oriente, renovación a la que debería contribuir la
celebración del Milenario. Tienen el interés, ya lo hemos sugerido, de
mostrarnos en toda su profundidad la filosofía aviceniana edificando con rigor
un universo espiritual cuyo significado actual nosotros, hombres modernos,
sólo podemos recuperar, tal vez, mediante el recurso a una mediación
consciente. Significado que nos revelan directamente, puesto que nos muestran
ese universo no como una magnitud abstracta y superada por nuestras
concepciones «modernas», sino como la expresión de esa Imagen que el hombre
Avicena lleva en sí mismo, de la misma manera que cada uno de nosotros lleva
igualmente la suya. No se trata de una imagen que se derive de alguna
percepción exterior previa, sino de una Imagen que se adelanta a toda
percepción, un a priori que expresa el ser más profundo de la persona,
lo que la psicología de las profundidades llama una Imago. Cada uno de
nosotros lleva en sí mismo la imagen de su propio mundo, su Imago mundi,
y la proyecta en un universo más o menos coherente que se convierte en el
escenario en que se juega su destino. Puede suceder que no se tenga consciencia
de ello, y en esa medida se experimentará como impuesto a uno mismo y a los
demás ese mundo que, de hecho, uno mismo o los otros se imponen. Ésta es además
la situación que se mantiene en tanto que los sistemas filosóficos se
pretenden «objetivamente» establecidos. Situación que desaparece de forma
proporcional a la toma de conciencia que permite al alma atravesar triunfalmente
los círculos que la retenían prisionera. Y ésta es la aventura que se cuenta,
a título de experiencia personal, en el «Relato de Hayy ibn Yaqzân»
y en el «Relato del Pájaro».
Ésta es la razón de que los
diferentes edificios que forman el sistema del universo aviceniano se
encuentren allí no ya en estado de moradas que moldean desde el exterior
el pensamiento, sino en forma de etapas que el alma atraviesa,
superando sus propias trabas, al salir de su Exilio. Su presentación reviste
necesariamente un candor y un carácter juvenil que las grandes exposiciones
dogmáticas no dejan traslucir. A la prontitud filosófica para concebir lo universal,
las esencias inteligibles, hace pareja a partir de ahora la capacidad
imaginativa para representarse figuras concretas, para encontrarse con «personas».
Una vez consumada la ruptura de nivel, el alma revela todas las presencias que
la habitaban desde siempre sin que hubiera tenido, hasta ese momento,
conciencia alguna de ello. El alma revela su secreto; se contempla y se cuenta
como en búsqueda de los suyos, como presintiendo una familia de seres de luz
que la atraen hacia un clima más allá de todos los climas conocidos hasta
entonces. Se alza así en su horizonte un Oriente que su filosofía
anticipaba sin saberlo todavía. La figura de la «Inteligencia agente», que
domina toda esta filosofía, revela su proximidad, su solicitud. El Ángel se individualiza
con los rasgos de una persona concreta, cuya anunciación corresponde al grado
de experiencia del alma a la que se anuncia: es mediante la integración de
todas sus potencias como el alma se abre a la transconciencia y anticipa su propia totalidad.
Esta totalidad —Homo integer—
no puede expresarse más que en un símbolo. La autenticidad de esta experiencia
de madurez espiritual se confirma en la medida en que un ser alcanza la
capacidad de configurar su propio símbolo. Puede decirse que Avicena y Sohravardî,
cada cual en el grado correspondiente a sus genios respectivos, disponían de
esa facultad. Y es por ofrecernos no sólo filosofemos destinados a ser
concienzudamente estudiados, sino símbolos que deben ser descifrados, progresos espirituales que deben ser realizados, por lo que su universo no está muerto,
ni anticuado, ni superado. Pues en la medida en que un autor se eleva hasta
los símbolos, ni él mismo llega a agotar el significado de su obra. Este significado queda latente en el pleroma de los símbolos, invitando a nuevas
superaciones. Es desde este punto de vista desde donde podemos escuchar la
llamada que la obra aviceniana nos dirige todavía hoy y dirige, de manera
singular, a quienes aquí mismo, en Irán, han perpetuado su tradición. En estas páginas no podemos enunciar un programa y menos aún proponer soluciones. Sería
necesaria una obra cuya amplitud excedería quizá las capacidades de toda una
vida. Pero hay, al menos, algunas cuestiones actuales que pueden enunciarse de
forma sencilla.
Un rasgo, entre otros muchos, marca
la vida filosófica de Occidente desde hace más de una generación, y ése es el renacimiento de los estudios de filosofía medieval, renacimiento que en
Francia permanecerá ligado para siempre al nombre de Étienne Gilson. Sucede
entonces algo que para un oriental de la actual generación no siempre está
absolutamente claro: los occidentales pueden ser tomistas, escotistas,
agustinianos, etc., sin experimentar sin embargo el sentimiento de «no
pertenecer a su tiempo», si se nos permite recurrir a esta expresión trivial de
la que tanto se ha abusado al no comprender lo que realmente quiere decir
(pues, en realidad, invita a ser no de su tiempo, no de mi
tiempo, sino del tiempo de «todo el mundo»). Más aún: es posible no profesar ni el tomismo, ni el escotismo, ni el agustinismo y, sin embargo, «valorar» positivamente estos universos teológicos y, sin establecerse en ellos,
reservarles un lugar en uno mismo. Pues se trata, en efecto, de algo mucho más decisivo que del interés atribuido a una «historia de la filosofía», a una representación de los sistemas en el tiempo. Explicar la sucesión de estos sistemas, la generación de los unos por los otros, es, sin duda, muy interesante,
pero no afecta a la cuestión suprema. Es preciso además comprender el modo de
percepción propio de cada uno de ellos, el modus intelligendi que es
cada vez la expresión directa de un modo de ser, de un modus essendi.
Esta tarea exige toda una «formación» espiritual y sus resultados, a su vez, se
integran en el conjunto de esa formación. Ésta es la razón de que la formación
que a sí misma se da sea el secreto del alma, como es también el secreto de sus
metamorfosis. Cuanto más integra la mónada las percepciones y representaciones
del universo, más desarrolla su perfección propia y se diferencia de las
demás.
Es difícil pensar que una situación
semejante pueda encontrarse en este momento en Oriente. Se asiste allí a la conservación ejemplar de la filosofía tradicional y pertenece al Irán el
honor de haber mantenido su tradición filosófica hasta nuestros días a pesar
de la acción en contra de elementos hostiles. Trabajos recientes atestiguan
la presencia, todavía ahora, de avicenianos e ishrâqîyûn fieles a sus
orígenes. Pero podemos preguntarnos, no sin inquietud, si esta edificaste conservación no tiene como precio una renuncia, un enclaustramiento
que preserva al organismo espiritual de cualquier influencia exterior. En
sentido contrario, existe una generación nueva que ha sufrido el impacto del exterior y cuya alma se ha sentido sacudida y conmocionada hasta el punto de ser incapaz de valorar su cultura tradicional, que se ha convertido para
ella en un pasado definitivamente superado, aun cuando no deje de
experimentar por él una cierta vergüenza. Pero ¿puede una situación espiritual
dejarse encerrar en el dilema de aislarse del exterior o abandonarse a
él?
Lo primero que debemos comprender es
que cuando la situación filosófica se desarrolla como si tuviera que enfrentarse a cosas desligadas del alma a la manera de objetos, formando, independientemente de ella, «corrientes» a la manera de un río, puede presentarse este dilema: o
bien arrojarse a la corriente o bien luchar contracorriente. Ninguna de estas actitudes son testimonio de una auténtica formación filosófica,
como tampoco contribuyen para nada a ella. No se trata ni de luchar contra un
pasado moribundo ni de asumir un pasado muerto. La vida o la muerte son
atributos del alma, no de las cosas presentes o pasadas. Se
trata más bien de comprender lo que una vez hizo posible este
pasado, lo que hizo que sucediera, lo que fue su porvenir. Recobrar
ese posible es comprender si ese pasado tiene todavía porvenir; pero es preciso no ceder a la ilusión de que la decisión viene impuesta por las cosas.
La decisión del futuro incumbe al alma, depende de la manera en que ella se
comprende a sí misma, de su rechazo o aceptación de un nuevo nacimiento. Es
posible que a partir de ahí pueda vislumbrarse la enseñanza que Avicena nos
aporta. Puede ocurrir que la letra de su sistema cosmológico esté
cerrada a la conciencia inmediata de nuestro tiempo. Pero la experiencia personal
recogida en sus relatos revela una situación que tiene quizás algo en
común con la nuestra. Desde ese momento, todo su sistema se convierte en la
«cifra» de tal situación. «Descifrarlo» no consistirá en acumular una vana
erudición sobre las cosas, sino en abrirnos a nosotros mismos nuestro propio posible.
El dilema anteriormente anunciado, que posee quizá un sentido trágico para la
conciencia oriental, tiene una salida. No es posible liberarse uno mismo
del pasado más que liberando ese pasado; pero liberarlo es devolverle el
futuro, hacerlo significativo. Renegar de él en bloque o aferrarse ciegamente
a él, son dos actitudes contradictorias que llegan sin embargo a un mismo
punto. Todo permanece intacto en uno y otro caso: se ha sido incapaz de tomar
conciencia de aquello que ya no «significaba» y de lo que todavía significaba.
Pero nada se supera si no se asume; lo que se rechaza en bloque, o lo que no
se quiere ver, permanece como tal, no integrado en la conciencia, y es
fuente de las psicosis más temibles.
Es evidente que una significación así,
«en presente», no puede ser extraña al conjunto de significados y valores que
actualmente se plantea la conciencia como horizonte de la existencia humana.
Pero, al mismo tiempo, existe para el filósofo una cierta manera de ser ahí
extranjero, y eso es lo único que le permite actuar sobre esos datos. Si es
cierto que los problemas de la conciencia filosófica son en Oriente inseparables
de una situación general, los filósofos deben, ante todo, no perder jamás el
sentido de su vocación de hombres del espíritu: no tienen que adaptarse a los
elementos que emergen de la inconsciencia general; tienen que proponer tareas
y su esfuerzo debería fructificar más allá de su tumba. Pero precisamente
porque la llamada se dirige a hombres de hoy, sería un falso pudor el
disimular las dificultades y sus razones profundas.
Un primer síntoma se manifiesta en
la dificultad que experimentamos en tematizar aquí el conjunto de nuestros
filosofemas y designar regionalmente, mediante un nombre sin equívoco, la familia
de filósofos a que pertenece Avicena. Cuando se habla de filosofía china,
filosofía india, etc., la situación está completamente clara; la denominación
designa perfectamente lo que se quiere decir. En cambio, se experimenta gran
dificultad cuando quiere designarse ese ámbito de la filosofía que desde la
alta Edad Media se extendió entre el universo bizantino y el universo de la
India. Los filósofos no son los únicos que habitan esa región y allí han tenido
lugar, desde hace varias generaciones, importantes cambios. Hablamos
anteriormente de significaciones «en presente». No serviría de nada disimular
que, «en el presente», el resurgir del sentimiento de las viejas culturas
nacionales plantea en esta región cuestiones completamente nuevas a la filosofía.
Una nueva Imago proyecta un mundo para el que las antiguas clasificaciones
son insuficientes. ¿Es ignorando las delimitaciones nuevas que todavía se
buscan, pues no son sino los rasgos bajo los que la conciencia tiende a
configurarse a sí misma, como se buscaría la «revalorización» de las filosofías
tradicionales?
No es ni ignorándolas ni
sometiéndose a ellas. El mensaje de la filosofía del Espíritu supera todas las
situaciones basadas únicamente en los intereses de la condición humana presente.
Pero ese mensaje no puede dejarse oír más que en las situaciones concretas
que de ella se derivan. Y cuando se deja oír de generación en generación,
quienes pueblan hoy en día el mismo suelo en el que se repitió siglo tras siglo
tienen respecto a esa filosofía un vínculo de familia. Pero entendámonos bien:
los valores espirituales no son un capital que se explota, que se reivindica o
se disputa. La preferencia que confieren es preferencia en tareas y en
responsabilidades. Sentir una mayor vinculación con lo que representan es
también sentir una responsabilidad mayor hacia ellos. El lazo que crean entre
los que de ellos participan es un lazo de familia espiritual, y las familias
espirituales tienen que hacer valer su tarea y su significado, pero no
disputarse honores. Hay una familia espiritual irania con existencia ininterrumpida
desde hace siglos y caracterizada por unos rasgos que le son propios; ha sido
fiel a sus preocupaciones, como lo testimonian los avicenianos y los
ishrâqîyûn que viven en nuestro tiempo. Sobre el viejo suelo iranio podemos
rastrear los itinerarios y las etapas, las estancias y las experiencias de
Avicena. Pero una familia espiritual tiene como algo propio el permanecer
abierta a todos aquellos que profesan con ella un mismo culto a las mismas
figuras ideales y a idénticos valores.
Así situadas las cosas, es más fácil
precisar el nombre de la familia y sus lazos con otras familias espirituales.
En particular, todo el mundo está de acuerdo en que la antigua expresión
«filosofía árabe» es a la vez demasiado extensa y demasiado estrecha para
salvaguardar la identidad familiar. Tiene en su favor una venerable tradición
que se remonta a nuestros escolásticos, pero cuando éstos hablaban de los
«Philosophi Arabum», ese término correspondía a una realidad que ya no tiene
equivalente exacto en la actualidad, como consecuencia de los acontecimientos
a que anteriormente hacíamos alusión. El arabismo era algo que formaba pareja
con la «latinidad». Este último término ha conservado aproximadamente su
sentido «cultural», pero no es tan seguro que las ideas que la palabra «árabe»
sugiere en nuestros días en el hombre cultivado correspondan ante todo a una
determinación litúrgica, según la hermosa definición que L. Massignon daba
del árabe como «lengua litúrgica del Islam». Además, si se quiere identificar
por el símbolo de una lengua litúrgica a ciertas comunidades espirituales
supranacionales, la propia lengua persa ha asumido ese papel, especialmente entre
los ismailíes del Badakhshán; también el persa ha sido una lengua litúrgica, church
language, como expresa con fortuna W. Ivanow. Traducimos por
«lengua de letrados» pues esta palabra, en su uso arcaico, recuerda al
filósofo lo que ha «recibido en herencia».
Es cierto que la expresión
«filosofía árabe» concuerda sin duda con el esquema que de ella presentaban los
antiguos manuales de historia de la filosofía: la «filosofía árabe» comenzaba
con al‑Kindî, alcanzaba su apogeo con al‑Fârâbî y Avicena, sufría el impacto
desastroso de la crítica de al‑Ghazâlî, y trataba de recuperarse heroicamente
con Averroes. Eso era todo. Pero ¿dónde entraría en ese esquema el ismailí Nâsir‑e
Khosraw, cuya obra está escrita toda ella en persa? ¿o un filósofo hermetista
como Afzaloddîn Kâshânî, que escribió igualmente en persa? ¿o un Sohravardî,
cuya obra está tanto en árabe como en persa y que nos permite «tender un
puente» en la tradición filosófica irania que se extiende desde el
zoroastrismo hasta Hâdî Sabzavârî? ¿Acaso no serían realmente «filósofos
iranios» un Mîr Dâmâd y los filósofos de Ispahán, con los safávidas? ¿Forman
parte de la filosofía árabe las traducciones del sánscrito al persa realizadas
en tiempos del emperador Akbar y Dârâ Shikûh? ¿Dónde, si no, habríamos de
encuadrarlas? Afirmar el universo espiritual específicamente iranio supone
enunciar la necesidad que existe en el reino del espíritu de un mundo
intermedio entre lo que en dicho reino representan el mundo espiritual
propiamente árabe y el universo espiritual de la India.
Para remediar la dificultad, se ha
propuesto utilizar la expresión «filosofía musulmana». Pero esta denominación
confesional supone una cuestión muy grave: ¿puede hablarse de una filosofía
musulmana en el mismo sentido en que se habla de una «filosofía cristiana»?
Dicho en otros términos, la operación llevada a cabo en Occidente por los
escolásticos ¿tiene correspondencia en el Islam? ¿Estuvieron los falâsifa
«integrados» alguna vez en ella? Sería una tesis difícil de sostener. En resumen,
éstas no son más que algunas de las cuestiones que ilustran la dificultad
paradójica que experimentamos al tematizar la filosofía que nos ocupa; es
ante todo un síntoma y es ahí donde radica su interés. No son los
debates teóricos sobre el pasado los que harán progresar la cuestión; ésta se
decidirá por sí misma en la medida en que las futuras generaciones de filósofos
de Oriente liberen ese pasado para un nuevo futuro, revalorizándolo mediante
nuevas significaciones que le confieran al mismo tiempo un nombre y una
identidad.
Por el momento, nos contentaremos
con hablar de «filosofía en el Islam». La designación es amplia y no prejuzga
ni el tipo de filósofos ni la solución de los problemas. Pero, en el fondo, es
quizá el gran teósofo Ibn 'Arabî († 1240 d.C.) quien vio aquí el fondo del
problema. El saber de los filósofos, dice, es de otro tipo que el de la
religión positiva; mientras que ésta está basada en la Ley de Mohammad,
aquél se basa en la ley de Idrîs. Ahora bien, sabemos que bajo la
figura de Idrîs se transparentan, en las tradiciones islámicas, las de
Henoch, Seth y Hermes. La indicación de Ibn 'Arabî remite, pues, a los filósofos
a la tradición hermética como origen de los mismos; además, para los falâsifa,
para los ishrâqiyûn de cualquier tipo, Hermes es el padre de los Sabios,
el ancestro de los filósofos. Colocar a Idrîs como «profeta de los filósofos»
era definir a éstos como la comunidad que prolonga en el Islam las
especulaciones gnósticas desarrolladas en torno a las figuras de Hermes y de
Henoch; era quizá también descubrirnos la mejor perspectiva para percibir la
convergencia de las tradiciones iranias. Pues el sentimiento de los propios
gnósticos proporciona una indicación más segura que las investigaciones
críticas a la búsqueda de filiaciones históricas que se ocultan. Ahora bien,
no es casualidad que los gnósticos buscaran o reconocieran en Irán a sus
primeros antepasados. La gnosis no es un fenómeno particular de una
religión; es una Welt‑Religion. Hubo una gnosis en el Islam como hubo
una gnosis en el Cristianismo, y estas gnosis tienen entre sí más afinidades,
con toda seguridad, que las formas religiosas oficiales en el interior de las
cuales hacen penetrar, secretamente, su espíritu. Sohravardî, el maestro del
Ishrâq, reivindicaba en árabe y en persa los mismos antepasados espirituales
que proclamaban los gnósticos del Apocalipsis de Zostrianos. Ciertamente, el
mito gnóstico pasa por variaciones y alteraciones. Un luminoso ejemplo de ello
es la viva controversia entre los representantes iranios de la gnosis ismailí
y el médico‑filósofo Rhazes. Pero, en realidad, se trata siempre
de una misma actitud espiritual fundamental: la liberación, la salvación del
alma obtenida no por el conocimiento simple, sino por el conocimiento que es,
precisamente, gnosis. Existe una gnosis ismailí, una gnosis ishraquí,
una gnosis shiíta, sufí‑shiíta, sufí‑ismailí, y todo iraní que tenga una
cultura espiritual entiende perfectamente las resonancias de la palabra 'Erfân.
He aquí cómo, identificada de esta
forma, se nos presenta de nuevo esa tradición cuyo significación y destino
habían motivado esta reflexión; la cerramos con el problema que la había originado.
Quizá sea ésta la ocasión de hablar de experiencia. El orientalista que vive
en Irán, especialmente dedicado al estudio de la filosofía del Ishrâq, por
ejemplo, se siente unido interiormente a su colega ishraquí, iraní
contemporáneo, por unos lazos de simpatía espiritual. Es evidente, sin embargo,
que su simpatía común no acaba de tener el mismo sentido. Tratar de formular
esta diferencia es de una importancia fundamental, pues es, a fin de cuentas,
el esfuerzo de toma de conciencia al que, como decíamos anteriormente, nos
invita el ejemplo de Avicena. Creo que, a grandes rasgos, podríamos decir que
el filósofo oriental que profesa la filosofía tradicional vive en el
cosmos aviceniano o en el cosmos sohravardiano, por ejemplo. En el caso del
orientalista, es más bien ese cosmos el que vive en él. Esta inversión
del sentido de la interioridad expresa al mismo tiempo aquello que desde el
punto de la personalidad consciente se llama integración. Pero integrar
un mundo, hacerlo propio, implica también que se lo ha sacado de sí mismo para
hacerlo entrar en uno mismo. Es precisamente esta experiencia la que
atestiguan los relatos visionarios de Avicena, y ahí estriba la actualidad de
su enseñanza. Al final del «Relato de Hayy ibn Yaqzân», el alma experimenta
que al tomar conciencia de sí misma, Anima, puede conocer al Ángel. Pero
el conocimiento del Ángel y el pleroma del Ángel están más allá del sistema del
cosmos y sus Esferas. Es preciso salir; solamente entonces ese mundo podrá ser
interiorizado y reconquistado por el alma como verdaderamente suyo. En
ese límite, el filósofo vislumbra su «Sí»; Hayy ibn Yaqzân se
hace visible a la visión mental y la filosofía se transforma en oración
dialógica.
Es únicamente a condición de ser así
reconquistado como un mundo que vive en el alma, y no ya como un mundo al
que es arrojada el alma en condición de cautiva por no haber tenido
conciencia de él, como ese cosmos espiritual dejará de estar expuesto a volar
en pedazos al contacto con los progresos materiales o con las ideologías alimentadas
por otras fuentes. De lo contrario, una experiencia «objetiva» simultánea del
sistema aviceniano de los Orbes celestes y del espacio faústico de nuestro
universo de extensión ilimitada, es sin duda una experiencia difícil de concebir.
El universo en el que vivía el alma vuela en pedazos, dejándola
desamparada y «desorientada», a merced de las psicosis más temibles. Es
entonces, en efecto, cuando el alma, entregada sin defensa y sin conciencia al
mundo de las cosas, se proyecta y aliena su ser en todas las compensaciones que
se le ofrecen. ¿Será necesario que el Oriente sucumba a las filosofías que
alienan el ser del hombre en la objetividad de las cosas, en el momento en que
Occidente, por vías diversas (fenomenología, psicología de las profundidades,
etc.) trata de reconquistar el alma que cayó cautiva —como el pájaro del
relato aviceniano— en la red de los determinismos y los positivismos?
Parece que, en lo sucesivo, debemos
renunciar a separar historia de la filosofía e historia de la espiritualidad.
La filosofía no es en sí misma más que un síntoma parcial del secreto que
transciende todos los enunciados racionales y que tiende a expresarse en lo
que podemos llamar globalmente una espiritualidad, la cual engloba todos los
fenómenos y expresiones de la conciencia religiosa. Es únicamente en este
nivel en el que podemos preguntarnos juntos: ¿dónde estamos? una pregunta,
«dónde», a la que no se responde precisando una situación geográfica.
Tampoco el Oriente que aparece en los últimos capítulos del relato de Hayy
ibn Yaqzân es un Oriente que pueda señalarse en nuestros atlas. Sin
embargo, constituye la respuesta, la gran respuesta de Avicena, a aquellos
que se interrogan por medio de los datos de su pensamiento teórico sobre lo que
está más allá de su enunciado racional. Es a condición de ser uno mismo replanteado
al plantear la cuestión, como se hace posible orientarse, pues es
a esta pregunta a la que responde Hayy ibn Yaqzân al revelar cuál
es el Oriente que orienta, y al permitir al alma liberarse así
de todos los esquemas del mundo.
Intentemos entonces comprender bajo
qué cielos se le ha planteado a Avicena esta pregunta o, más bien, ha sido
planteada por él mismo. Lo importante aquí no es analizar las circunstancias
históricas del gesto, sino tratar de ver realmente lo que el gesto muestra.
Fuente:
Avicena y el relato visionario, Avicenna and the Visionary Recital, traducida
del francés por Williard R. Trask (Bollingen Series LXVI), Nueva York,
Pan¬theon Books, 1960.
0 comentarios
No se permite bajo ningún criterio el lenguaje ofensivo, comente con responsabilidad.